No son más que pedazos de una puerta oxidada, pero echándole imaginación a mí me parecen trocitos de mapas. Será que desde siempre me han gustado mucho los mapas, evocadores, llenos de nombres míticos y destinos exóticos, plagados de posibles aventuras, de tesoros escondidos, de planes por trazar y ciudades a las que ir, con mil y una historias por contar, con héroes y villanos, princesas, brujas, magia y color.
A lo mejor es buena idea trazar un mapa de las emociones del cuerpo. Así siempre sabríamos dónde están, porque yo creo, sinceramente, que las perdemos de vista, las distorsionamos y dejamos que se alejen, se escondan y se vuelvan casi inalcanzables.
En cambio si tuviésemos un mapa sabríamos dónde ir a encontrar la rabia, por ejemplo. O la compasión, no sé, cada emoción en el momento en que la necesitemos. Yo creo que no nos damos el tiempo suficiente, no dejamos que las cosas nos afecten hasta tal punto que nos hagan emocionarnos. Las prisas de la vida terminan por devorar todo a su alrededor. Si seguimos así, seremos cada vez más parecidos a máquinas programadas para realizar tareas concretas, sin cuestionar las órdenes y sin preguntar ni padecer, sin sentir.
¿Qué fue de aquel espíritu soñador y romántico que tuvimos alguna vez? ¿Qué fue de aquellas emociones a flor de piel que nos hacían saborear la vida como algo casi empalagoso? Seguro que todos recordamos haber subrayado pasajes de libros, o haber escrito preciosos textos cortitos llenos de fuerza y de sentimientos, o esa canción que nos hacía llorar y temblar incluso después de escucharla mil veces.
Ahora, ya adultos, todo eso desaparece. La realidad de la vida nos impide jugar a vivir. Estamos programados para observar instrucciones, cumplirlas y volver a por más. El mapa de las emociones del cuerpo tal vez nos ayudase un poco a estructurarnos y no perder para siempre la posibilidad de la emoción. Aunque suene frío. Ya nos encargaremos de resurgir de nuestras cenizas y volver a emocionarnos. Aunque sea con nosotros mismos.