Tenemos la suerte de que mi peque está en sus dos años sin haber vivido aún una ‘súper rabieta’ de esas que dan miedo y parecen incontrolables. Supongo que el momento llegará, como todo, pero el pequeño ya nos demuestra su carácter en cosas como la ropa y sus peculiares gustos. Los “terribles dos años” son aún para nosotros deliciosos.
Mi pequeño sigue sin hablar, pero se maneja con soltura envidiable con cinco únicas palabras: mamá, papá, mai (más), shiiii (sí) y ah (no). La sexta palabra es la más especial de todas: mapai, cinco letras que lo dicen todo y que se refieren a ese ente místico y todopoderoso que formamos papá y mamá todo junto. La ‘i’ del final, por cierto, no es de regalo, es la ‘i’ son la que le ha dado por terminar la mayoría de sus palabras (o sea, dos) y que quiero yo pensar que es para darle más cariño. Así que ahora somos mamai, papai y al pequeño a veces lo llamamos mapai, su nuevo nombre indio
En la tribu india lidiamos con grandes problemas, no se vayan a pensar. Sonará superficial, pero nuestro gran caballo de batalla es la ropa. El enano, además de cocinero y maquinista de trenes nos ha salido estilista. No le vale cualquier camiseta ni cualquier pantalón, el modelito lo elige él, y si no, exige cambio de ropa y la tenemos liada antes de salir de casa.
El tío revisa su armario cada mañana, me lo desordena todo hasta dar con la prenda adecuada y busca nuestra aprobación paseándose por su habitación y sacando barriga. Porque para mi hijo tener barrigota de bebé es lo más. Se ríe con orgullo cuando le digo que se parece al olentzero como si éste fuera su modelo a seguir, así que no deja de sacarla frente al espejo mientras hacemos fiestas a su alrededor diciendo lo guapo que está.
Su gusto por la moda se ha extendido a toda la familia y él es quien nos aconseja sobre qué ponernos. A veces sin preguntar, claro. Me ve con una chaqueta, y si no le entra por el buen ojo, me la quita a la fuerza. A su amatxi se lo hace cada vez que le ve con las gafas, aunque en esta ocasión más que por estilismo es porque no quiere que se ponga a leer el periódico y no le haga caso.
Su pasión por las zapatillas de correr (una nueva subcategoría que hemos inventado para diferenciarlas en casa de las de la nieve o la piscina) hace que saque mis deportivas rosas cada vez que me ve buscando los tacones. Si por él fuera, iría yo vestida todos los días con una blusa de estampado de elefantes o con la camiseta del pijama de perritos. Justo como le pasó a esta madre que se dejó asesorar por su hija durante un año.
Pero el mayor quebradero de cabeza nos lo está dando el cambio de temporada. Él, acostumbrado a las mangas largas, se ha puesto en guerra contra la manga corta. Y en los primeros calores de abril tuvimos rabietón porque aquella manga no se estiraba hasta la muñeca, como él quería. Y yo dale que dale, en plan filósofa, argumentando por qué la manga corta no se puede estirar y no cubre todo el brazo. A los quince días, acabó entrándole en la cabeza, aunque a veces no parece convencido del todo.
Con lo que ya ha dicho que nanai tu tía es con los pantalones cortos. Si se le remanga el pantalón del pijama, llora y todo de la desesperación de enseñar un poco de carne de más. Ni que estuviéramos en un convento.
Así que me espera otra batalla y varios lloros hasta dar con la tecla que le convenza de que los pantalones cortos son lo más. Quizá enseñándole una foto del olentzero en bermudas lo consiga.
¿No son estos principios de rabietas desesperantes pero deliciosos?