Revista Cine

Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)

Publicado el 15 febrero 2021 por 39escalones

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Basada en una pieza teatral de John Wilson, de la que la película hereda la limitación de escenarios y cierto estatismo (al menos aparente) en la acción, esta obra de Joseph Losey, realizada en su forzado exilio británico, queda emparentada de inicio con el argumento de otro pilar del antibelicismo cinematográfico, Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), ya que, como esta, comparte la premisa de representar al ejército en tanto que institución, y a sus mandos en tanto que valedores de su permanencia y omnipotencia, con los atributos de una maquinaria en continuo funcionamiento desprovista de toda humanidad, sensibilidad o compasión, estrictos mecanismos de la burocracia del horror que, con las más altas palabras como coartada moral, sirven al humo de las grandes proclamas de las que se alimenta como colectividad y organismo compuesto (honor, gloria, patria, valor, moral, servicio, sacrificio), mientras que muestra poca o nula preocupación, al menos en tiempos de combate, por las inquietudes, necesidades, temores y debilidades de quienes lo conforman, sobre todo si ocupan los lugares inferiores de la cadena de mando, los más bajos del escalafón o son simplemente carne de cañón. Pero la película, ya desde su título, añade dos matices interesantes, uno de ellos propio del contexto temporal de la cinta, la Corona (la Primera Guerra Mundial enfrentó, entre muchos otros, a cuatro antiguos imperios cuyos soberanos mantenían estrechas relaciones de parentesco), pero también un valor típicamente británico (God Save the King, o the Queen, según el caso) en el pasado y el presente, y otro más a priori mundano pero igualmente condicionante, la influencia del pueblo, el Country, el país, no solo entendido como ente abstracto de carácter histórico, político, jurídico, social o cultural, sino como masa de gente concreta (parientes, amigos, compañeros de trabajo, novias, la sociedad civil que ennoblece el hecho de alistarse y condena como acto de cobardía a quien elude tomar las armas) que, llena la cabeza del aire de las proclamas antes citadas e imbuida de ese nacionalismo por oposición (una redundancia, puesto que no hay otro nacionalismo que el que se afirma creando un enemigo ante el que erigirse) que tanto ayuda a lavar el cerebro del pueblo, empuja a sus miembros a servir de materia prima imprescindible en los distintos teatros de operaciones, a merced de intereses, ambiciones y problemas que no son los suyos, que son creados por otros, pero que los utilizan como moneda de cambio de carne y sangre para solventar sus ocasionales desencuentros. Así, una vez sucias y cuarteadas las banderas, apagados los himnos, las fanfarrias y los discursos, llenos de cadáveres los campos de batalla, con el hundimiento de la economía y el racionamiento, el hambre, la carestía y las privaciones, ese mismo pueblo que empujaba a los hombres a luchar al servicio de principios e ideales que no eran los suyos vuelca su ira y su resentimiento, precisamente, en aquellos a los que arrastró a ir a la guerra, olvidando su existencia, marginándolos a su regreso, culpándolos de sus años de vida perdidos. Pero el protagonista de la cinta, el soldado Arthur James Hamp (Tom Courtenay) no llegará a sufrir y padecer este postrero desencanto, puesto que su doble condición de víctima, de la guerra y de la propia naturaleza del ejército, lo sentencia precisamente por aquello que todavía conserva de ser humano: la capidad de horrorizarse, de racionalizar el terror, de reaccionar como un ser humano sensible ante la carnicería continua en la que vive.

Porque Hamp reacciona por instinto como cualquier ser humano cuando llega a su límite de lo soportable, y en plena batalla ha echado a caminar en dirección distinta a la marcada por sus mandos hacia las trincheras enemigas, y desde el terrible campo de batalla de Passchendaele (uno de los más tremendos de toda la guerra, con centenares de miles de muertos), tal como los británicos conocen la tercera batalla de Ypres, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, comienza a andar provisto de su arma y de sus pertrechos, sin que nadie lo detenga, le pregunte nada o cuestione sus actos, hasta que la Policía Militar lo arresta en Calais, ya en el Canal de la Mancha. Razón por la que Hamp está prisionero en un repugnante calabozo improvisado (la puerta de barrotes está hecha con el cabecero metálico de una cama) en la inmunda trinchera en la que su unidad, bajo una lluvia torrencial que deja todo embarrado y lleno de charcos de agua putrefacta en un ambiente de insana y podrida humedad, con cadáveres de hombres y bestias sepultados por el lodo y descubiertos por las bombas y los corrimientos de tierras, esperando que se celebre el consejo de guerra que debe dar respuesta jurídico-militar a la insubordinación, cobardía y falta de patriotismo que supone su acto de deserción. La primera gran virtud de la película de Losey y del guion de Evan Jones en que nada de esto nos es mostrado (la película alcanza un breve metraje de ochenta y seis minutos), sino que el público es informado de ello a través de sucintas menciones y de lacónicas exposiciones de hechos durante el proceso. El espectador conoce a Hamp ya recluido en su prisión privada, custodiado por sus compañeros de unidad, estos ya plenamente deshumanizados, que lo mismo tratan con odio e indiferencia a los mandos que reprochan, callada o violentamente, la actitud de su compañero traidor, pero que también son capaces, en un irreflexivo acto de piedad, de convocar una juerga nocturna de alcohol y desenfreno, humillando incluso a la víctima, la noche anterior al cumplimiento de la pena máxima. Es ahí, en la debilidad mostrada por Hamp y en el redescubrimiento por parte del oficial designado para su defensa, el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), de la verdadera esencia del ejército como maquinaria ajena a sentimientos y emociones humanos que no sirvan para la retroalimentación de su familiaridad con el horror y la violencia, donde reside la esencia de la película.

Los soldados, ni siquiera los oficiales con responsabilidad sobre la vida y la muerte de sus hombres, no han dejado de lado su humanidad. Así va se va revelando paulatinamente en Hargreaves, que de su frialdad e indiferencia iniciales pasa poco a poco a la comprensión de los actos de Hamp, a su identificación con él, y a la perplejidad ante la fuerza inamovible de un sistema en el que no cabe esa comprensión, ese sentimiento de identificación, la indulgencia ante la comisión de un error humano, ante la debilidad de las personas individuales, de los seres con nombre y apellidos al margen de su grado y número de serie. Igual ocurre con el resto de oficiales, el capitán Midgley (James Villiers) o el teniente Webb (Barry Foster), exceptuando al más deshumanizado de todos, precisamente el oficial médico (Leo McKern), quien debería velar por la salud y el bienestar de sus hombres pero que es el primer y más desnaturalizado miembro de la tropa, concentrado en descubrir fraudes (soldados que fingen enfermedades, que se automutilan, que representan los síntomas de la neurosis de guerra) como parte de esa maquinaria ajena a todo lo verdaderamente humano, solo concentrado en que los soldados cumplan con la obligación de estar plenamente sanos para que puedan y sepan morir. Los otros oficiales, en cambio, expresan su deseo de que Hamp no pague los platos rotos de una situación, la guerra, de por sí degenerada que ha degenerado aún más hasta extremos inconcebibles, impensables nunca antes. Eso incluye al coronel que preside el tribunal (Peter Copley), pero todos, en las sesiones, como si se tratara de una representación que hubiera que realizar conforme a unas reglas y una liturgia dirigidas a un público ausente (el Alto Mando, los políticos, la Corona) que tiene la capacidad, a su vez, de juzgar y condenar a quienes deben juzgar y condenar a Hamp, olvidan sus propios instintos humanos y se recubren de ese automatismo castrense que les impide en todo momento sustraerse al destino trazado para Hamp, pensar, sentir y, por tanto, comprender y obrar en consecuencia. Nada de esto es posible y la liturgia se lleva hasta el último extremo, en otra trinchera mugrienta, inmunda y llena de barro, en la que el reo, como la parodia de un rey (llevado en volandas por sus compañeros, pero estrellado en el último momento contra el barro pisoteado por todos y las acumulaciones de agua infecta) se dispone a afrontar su final.

La sentencia, lógicamente, supone el cierre completo del plantemiento, puesto que esta no se toma sobre la base de los testimonios y de las pruebas, sino como ocurre en la película de Kubrick, en razón de las necesidades tácticas y estratégicas: la unidad va a ser enviada al frente de nuevo y por tanto es necesaria una sentencia ejemplar que no disminuya la moral de la tropa, que no afecte a su disposición al combate, que no abra ninguna grieta de humanidad en un grupo destinado a cumplir órdenes sin pensar ni sentir, como meros autómatas destinados al matadero. Así, la conveniencia de los mandos, la “moral de combate” y el “aviso para navegantes” dirigido a quienes puedan sentir la tentación de no cumplir con su deber, morir y aceptar la muerte como una obligación suprema, son las razones “de derecho” que llevan a Hamp ante el pelotón de fusilamiento. El juicio es una farsa; a nadie le importan los fundamentos de derecho, sino las conveniencias de hecho decididas en un despacho lejano por quienes no saben nada de Hamp, de sus jueces, de su defensor ni de su acusador, ni tampoco de los cientos de miles de muertos del Somme, Verdún o Ypres. Esta lúcida conclusión es la que lleva a todos a la amargura, incluidos acusador y presidente del tribunal, aunque se escudan en la cadena de mando y en la disciplina para liquidar cualquier remordimiento, y terminan por revelar a Hargreaves su propia humanidad olvidada dentro del conflicto, desatándose en su interior una violenta tormenta entre el hombre y el soldado en la que este, como colofón al chapucero cumplimiento de la sentencia, y como no puede ser de otra manera si no quiere terminar como Hamp, sale vencedor. Este final, que supone el trasvase de los dramas internos de Hamp al capitán Hargreaves, es uno de los más terribles y devastadores de todo el cine bélico, y una de las cumbres del subgénero antibelicista.

Como se ha dicho, el origen teatral de la historia encaja a la perfección con la sensación de estancamiento, con la desesperación de los soldados atrapados en insalubres y repugnantes nichos de porquería, barro y podredumbre, y es ahí, en las trincheras, en las angostas y bajas dependencias excavadas en la tierra y anegadas de agua y barro y en la escasa franja de campo abierto que se vislumbra por encima de los muros de lodo y en cuyo final se siente la, a un tiempo, lejana y cercana presencia de un enemigo que malvive en las mismas repulsivas circunstancias, es por donde se mueve la cámara de Losey. Primeros planos y planos medios con fondos oscuros, impersonales, siluetas rodeadas de oscuridad o de espacios indefinidos que subrayan su condición de seres perdidos en un entorno que no controlan, en el que se conducen como espectros anticipados, hombres que aguardan pacientemente convertirse en fantasmas y que ya se comportan, sienten y viven como tales, con la sensación de muerte anticipada. Techumbres bajas que obligan a moverse encorvado, pies hundidos en el lodo, botas sucias de barro y de sangre, goteras continuas, un silencio de calma -de muerte- que precede a la tempestad, y breves flashes que, como chispas de recuerdos o de pesadillas de película de terror, asaltan la mente de Hamp (y de todos los demás) para recordar cómo era la vida en familia, en la retaguardia, cuando no había guerra, y cómo se vieron obligados a perderse en esta, tal vez para siempre, en cierto modo para siempre, por la presión patriótica y política y por los apasionados e irreflexivos efluvios de la masa, en particular de la que no iba a morir en combate. No importa tanto la cuestión judicial del drama, la representación del consejo de guerra con sus interrogatorios, sus clichés, sus argumentos y sus discursos finales. Es el contraste entre el comienzo de la película, la pormenorizada filmación de distintos detalles de un grandilocuente monumento erigido a los caídos, un monumento tosco y macizo con esos aires de tributo y eterno recuerdo y homenaje que les son propios, el salto a las imágenes de los campos de batalla de Ypres, con los troncos de los árboles calcinados, carbonizados, en medio de largas extensiones de lodo y dunas provocadas por los hoyos generados por los proyectiles, con los cadáveres de los caballos descomponiéndose en el barrizal, y el final, con la tropa reuniéndose para volver al combate en este panorama lunar, desolador, más propio de espectros que de seres humanos, lo que marca la línea  del fondo argumental de la película, esa ley de causa-efecto, de premisa-consecuencia, que llevó al mundo al horror en las dos guerras mundiales y que los políticos siempre intentan hacer olvidar a la masa cuando, de acuerdo con sus intereses, deciden que la vida privilegiada de unos deba cobrarse una vez más el tributo de las miserables vidas de aquellos a los que desprecian por saber conservar la humanidad de la que ellos carecen. Lo que la película viene a consagrar es la frase del coronel Dax (Kirk Douglas), que en el guion de Kubrick toma del doctor Samuel Johnson: “el patriotismo es el último refugio de los canallas”. Para los demás, solo quedan los monumentos erigidos a los héroes de una vergüenza que no es la suya, y el olvido disfrazado de honor y gloria.


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