Publicada dentro del especial Peter Weir en Cinearchivo:
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Puede resultar sorprendente pero es paradójicamente propio de la naturaleza del cine australiano entre 1970 y 1985, es decir el de su formación y esplendor con cine puramente nacional, que un cineastas reconocible como clásico, signifique esto lo que signifique, comenzase su carrera en un punto tan lejano de su futuro estilo cristalino como el underground de los primeros 70.
En realidad, como queda dicho, esto no es algo exótico en el contexto del Nuevo Cine Australiano, donde las corrientes alternativas, populares, comerciales y de calidad interfieren constantemente en una feliz promiscuidad creativa. En solo un año Peter Weir se mueve de la astracanada grotesca y contracultural de Los coches que se comieron París al duermevela cinematográfico de Picnic en Hanging Rock, la película más sofisticada del cine australiano hasta la fecha de 1975, y en el tránsito no se escucha ni un chirrido. Quizás porque, con sus divergencias de trono y
Como su anterior mediometraje Homesdale (1971), Los coches que se comieron París - titulo por cierto homenajeado por el guionista de cómics Grant Morrison en El cuadro que se comió París, una de sus historias para la encarnación dadaísta de La Patrulla Condenada- pertenece a eso que podríamos llamar el punk aussie, aunque en general se lo conoce como comedias ocker. Una serie de productos bastos y directos, donde los australianos se reconocían y afirmaban a través de la autoparodia, siendo las más representativas, pero en ningún caso las únicas Stork (1971) o Alvin Purple (1973), ambas dirigidas por el gran Tim Burstall, uno de los cineastas básicos entre aquellos que no emigraron a los USA, y el popularísimo díptico The Adventures of Barry McKenzie y Barry McKenzie Holds His Own, rodadas por el no menos fundamental Bruce Beresford según un personaje de cómic satírico creado por Barry Humphries, el mismo actor que lo interpretaba en pantalla.
Comedias con la sutileza desterrada, festivales de escatología, caricatura macarra, desnudos a mansalva y sexo indiscriminado, violencia inconsecuente, vulgaridad y mal gusto atroz. Películas australianas para los australianos.
Weir rebaja algunos de los componentes básicos en Los coches que se comieron París, mostrando con ello algunas de las claves de lo que será su intrigante cine venidero, pero participa plenamente del furor contestatario y antiautoritario de toda una serie de comedias que se rebelan contra el patrón cultural burgués de herencia británica desde posiciones ofensivas y abiertamente groseras. Aquí Weir abre el film como si de un anuncio comercial se tratase, una visión de postal de una pareja iniciando un viaje por carretera, con las marcas exhibidas impúdicamente, tal como se hace en el product placement actual pero con unas intenciones por completo divergentes y mucho más éticas el film. Es una visión exportable, una venta turística que pronto será contradicha por el despliegue de cuterío, ruindad y humor negro del resto del metraje, filmado ya en una clave opuesta a la de este prólogo; como diciendo : “Así nos queremos ver y así somos en realidad” Una realidad distorsionada, claro, alucinada pero en cambio mucho menso falsa, más honesta como poco.
Los coches que se comieron París es una obra primeriza en todos los sentidos, mixtura entre motivos presentes ya en la obra maestra de Ted Kotcheff Wake in fright y el tema de La posada de Jamaica (Jamaica Inn, Alfred Hitchcock, 1939). De la segunda recupera la idea, adaptándola, de los accidentes provocados; allí barcos hundidos en los arrecifes, aquí un siniestro pueblecito dedicado a provocar accidentes automovilísticos para a continuación arramplar con todos los restos. De la primera recurre a la presencia del Outback australiano y sus habitantes, aquí virando hacia lo cómico-negro, y su estructura narrativa pesadillesca; con un protagonista inocente y ajeno, atrapado en los bordes de una comunidad idílica vista desde fuera y aterradora contemplada de cerca que se degrada por ósmosis hasta llegar a la violencia salvaje y autodestructiva, hasta ser “one of us” que dirían en La parada de los monstruos.
Una amalgama atractiva en teoría pero que la falta de pericia de Weir no logra armonizar; más por exceso de elementos que por defecto de los mismos ya que la película trastea tanto con esa idea recurrente (en Weir y el cine australiano coetáneo) de la comunidad vs. individuo (perfectamente interpretable como la propia lucha australiana por su personalidad nacional independiente) sobre la cual pivotan las ficciones góticas australianas, acometida aquí dentro de una ecuación que acoge el tebeo underground, retazos de la comedia a lo Ealing y sátira identitaria grotesca e incluyendo como exponía Oscar Brox en la web We Love Cinema una posible lectura entorno a la “(…) degradación de las estructuras sociales mediante el cual la civilización acaba recluida y reducida a la violencia irrefrenable, y todo su mundo, incluida la tecnología, no supone más que otra extensión de su incipiente animalización.
Unos coches evolucionados, abiertos a formas fantásticas mezcla de barbarismo y futurismo, de texturas surrealista y animalizadas que ofrecen un fauvismo del metal y del motor que de manera impremeditada (o no) aparece y aparecerá en el cine australiano del periodo, culminando en las dos primeras entregas del tríptico postapocalíptico Mad Max. Una certificación de cómo la cultura nacional del automovil, con grado de fetichismo incluso, fue empleada por sus cineastas para crear un extravagante material pop aberrante y alucinado, crítico y festivo que por un lado es la expresión de una idiosincrasia propia y por otra conecta con la escuela del cómic británico de cabeceras como 2000AD. Automóviles mutantes que en Los coches que se comieron París son el instrumento efectivo de la destrucción del orden establecido y de la conversión del héroe protagonista en nuevo salvaje.