Rescatamos este extracto del libro El almuerzo en la hierba de Marcel Proust que acabamos de editar (Hermida Editores 2013), donde Proust habla de los celos y el amor:
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CelosEs, por lo demás, una de las cosas más terribles para el enamorado que sea tan difícil dar con los hechos particulares —que sólo podrían conocerse, de entre tantos comportamientos posibles, recurriendo a la experiencia y el espionaje— pero que, en cambio, sea tan fácil dar con la verdad o, sencillamente, presentirla.
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Los maridos engañados, que no están enterados de nada, sí que lo están pese a todo. Pero se necesita un expediente con más documentación material para fundamentar una escena de celos. Por lo demás, si los celos nos ayudan a descubrir en la mujer que amamos cierta tendencia a mentir, multiplican por cien esa tendencia cuando la mujer ya ha descubierto que estamos celosos. Miente (en unas proporciones en que nunca nos había mentido antes) ora por compasión, ora por miedo, o hurta el bulto instintivamente recurriendo a una huida simétrica a nuestras investigaciones.*Las más de las veces el objeto del amor no es un cuerpo, salvo si una emoción, el temor de perderlo, la incertidumbre de recuperarlo se fusionan en él. Ahora bien, ese tipo de ansiedad siente gran afinidad por los cuerpos. Les añade una cualidad que va incluso más allá de la belleza; y ésa es una de las razones por las que vemos a hombres que no se inmutan ante las mujeres más hermosas querer con pasión a algunas que nos parecen feas. A esos seres, esos seres de evasión, su forma de ser y nuestra intranquilidad les ponen alas. E incluso cuando los tenemos al lado, parecen decirnos con la mirada que van a alzar el vuelo.*¡Qué valor extraordinario adquieren de repente cosas probablemente insignificantes cuando una persona a la que queremos (o que no carecía sino de esa duplicidad para que la quisiéramos) nos las oculta!AmorDamos la fortuna y la vida por una persona, y, no obstante, sabemos perfectamente que, trascurridos diez años, antes o después le negaríamos esa fortuna y preferiríamos conservar la vida. Pues entonces esa persona ya se habría desprendido de nosotros, ya estaría sola, es decir, sería nula. Lo que nos ata a las personas son esos miles de raíces, esos hilos incontables, los recuerdos de la velada del día anterior, las esperanzas de la mañana del día siguiente, esa trama continua de hábitos de la que no podemos desprendernos. De la misma forma que existen avaros que acopian por generosidad, somos pródigos que gastamos por avaricia, y no es tanto por una persona por la que sacrificamos la vida sino por todo cuanto pudo tomar de nuestras horas y de nuestros días para apegarlo a ella, al lado de lo cual la vida no vivida aún y relativamente futura nos parece una vida más lejana, más desapegada, menos íntima, menos nuestra. Lo que haría falta sería que nos desprendiéramos de esos lazos que tienen mucha mayor importancia, pero cuyo efecto es crear en nosotros obligaciones momentáneas para con esa persona, obligaciones que consiguen que no nos atrevamos a dejarla por temor a que tenga mala opinión de nosotros, aunque más adelante sí que nos atreveríamos —pues, al haberse desprendido de nosotros, no sería ya nosotros— y no crearnos, en realidad, obligaciones (por más que, por una aparente contradicción, pudieran desembocar en el suicidio) más que para con nosotros mismos
Celos
El sufrimiento en el amor cesa a ratos, pero para reanudarse de forma diferente. Lloramos porque vemos que la que amamos no nos da muestras ya de esos arrebatos de simpatía, de esas insinuaciones amorosas del principio, sufrimos todavía más porque ya no los tiene con nosotros pero los vuelve a tener con otros; luego, de ese sufrimiento nos distrae un nuevo dolor más atroz, la sospecha de que nos mintió en cuanto a la velada de la víspera, en la que no cabe duda de que nos engañó; se disipa también esa sospecha, nos devuelve la calma lo amable y cariñosa que se muestra nuestra amiga; pero, entonces, nos vuelve al pensamiento una frase olvidada; nos dijeron que era ardiente en el placer; pero nosotros sólo la hemos visto muy tranquila; intentamos imaginar cómo fueron aquellos frenesís con otros, notamos cuán poco somos para ella, nos llama la atención una expresión de fastidio, de nostalgia, de tristeza mientras hablamos, nos llaman la atención, como si fueran un cielo nublado los vestidos de trapillo que se pone cuando está con nosotros, reservando para los demás aquellos con que, al principio, intentaba gustarnos. […] Tales son los faros giratorios de los celos.*Los celos son también un demonio que es imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma *Y, no obstante, no me daba cuenta de que hacía mucho que habría debido de dejar de ver a Albertine, pues había entrado, para mí, en ese período lamentable en que una persona, diseminada en el espacio y el tiempo, no nos parece ya una mujer, sino una ristra de acontecimientos en los que no podemos arrojar luz alguna, una ristra de problemas sin solución, un mar que intentamos, haciendo el ridículo como Jerjes, azotar para castigarlo por lo que se ha tragado.*Pues, igual que al principio lo constituye el deseo, el amor no perdura luego sino por la ansiedad dolorosa […]. Sólo amamos lo que no tenemos por completo.