Rescatamos este extracto del libro El almuerzo en la hierba de Marcel Proust que acabamos de editar (Hermida Editores 2013), donde Proust habla de la memoria:
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Memoria[En el hotel de Balbec] ya la primera noche padecí un ataque de fatiga cardiaca e, intentando sobreponerme al dolor, me agaché despacio y con cuidado para descalzarme. Pero, no bien toqué el primer botón de la botina, se me dilató el pecho, colmado de una presencia desconocida y divina, me estremecieron los sollozos y las lágrimas me brotaron a raudales de los ojos. La persona que acudía a socorrerme, que me salvaba de la sequía del alma, era esa que, varios años antes, en un momento de desvalimiento y soledad idénticos, en un momento en que nada mío había ya en mí, entró y me devolvió a mí mismo, porque ella era yo y lo era en mayor medida que yo (el continente que es más que el contenido y que me lo traía). Acababa de ver en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela tal y como estuvo esa primera noche, recién llegados; el rostro de mi abuela, no de esa que, para mi gran sorpresa y reprobación, tan poco eché de menos y que no tenía de ella más que el nombre, sino el de mi abuela de verdad, cuya realidad viva, por primera vez desde Les Champs-Élysées, donde le dio el ataque, recobraba yo mediante un recuerdo involuntario y completo […]; y así, con un tremendo deseo de arrojarme en sus brazos, no me acababa de enterar hasta entonces —más de un año después de enterrada, por ese anacronismo que impide tantas veces al calendario de los hechos coincidir con el de los sentimientos— de que se había muerto. La había mencionado con frecuencia después de aquel momento, y también me había acordado de ella, pero, tras mis palabras y mis pensamientos de joven ingrato, egoísta y cruel, nunca había habido nada que se pareciese a mi abuela, porque, por mi ligereza, mi afición al placer y mi costumbre de verla enferma, sólo llevaba en mí en estado virtual el recuerdo de lo que había sido.
*Porque con los trastornos de la memoria tienen mucho que ver las intermitencias del corazón. Es seguramente la existencia de nuestro cuerpo, que nos parece semejante a una vasija donde está encerrada nuestra espiritualidad, lo que nos anima a suponer que siempre están en posesión nuestra todos los bienes interiores, las alegrías pasadas, todos los dolores. Quizá carece no menos de exactitud creer que éstos huyen o que regresan. En cualquier caso, si se nos quedan dentro, lo hacen en la mayoría de los casos en un terreno desconocido donde no nos valen para nada, e incluso a los más usuales los relegan recuerdos de orden diferente y que excluyen cualquier simultaneidad en la conciencia. Pero, si recobramos el marco de las sensaciones donde se conservan, cuentan a su vez con ese mismo poder para expulsar aquello con lo que sean incompatibles y acomodar en nosotros el yo que las vivió y sólo él. Ahora bien, como ese en quien acababa de convertirme de repente no había vuelto a existir desde aquella noche remota en que mi abuela me desnudó cuando llegué a Balbec, no fue espontáneamente tras este día de hoy, del que nada sabía aquel yo, sino —como si en el tiempo existieran series diferentes y paralelas— sin solución de continuidad, inmediatamente después de la primera noche de antaño, cuando me integré es ese minuto en que mi abuela se había agachado hacia mí. Volvía a tener tan cerca a ese yo que fui a la sazón y había desaparecido hacía tanto tiempo, que aún me parecía oír las palabras inmediatamente anteriores y que, no obstante, no eran ya sino un sueño, como le sucede a un hombre a quien, despierto a medias, le parece oír muy cerca los ruidos de ese sueño que va de retirada.
Páginas 226, 227 y 228 del libro El almuerzo en la hierba de Marcel Proust.