Quienes miramos esta movilización desde la vereda de enfrente también encontramos un doble consuelo. Además de celebrar el contexto democrático que admite esta expresión de disenso, queremos creer en la posibilidad de que nuestra derecha por fin haya madurado, que haya aprendido a reivindicar sus intereses sin golpear cuarteles, sin proscribir partidos políticos, sin alentar revoluciones de pacotilla, en suma, sin pisotear la Constitución.
Con algo de optimismo, podemos esperar que las movilizaciones de ayer jueves y del 13S consigan lo que nadie en estos últimos tres períodos presidenciales: la construcción de una oposición sólida más allá del surgimiento esporádico de falsos líderes (recordemos uno, dos ejemplares).
Esperanzas al margen, parte de los que ayer seguimos el 8N por TV no pudimos evitar cierto ejercicio ucrónico, e imaginar cuánto desmadre se habría evitado si este mismo “pueblo” o “argentinos de bien” -así se definieron los manifestantes- también se hubieran concentrado años atrás para repudiar nuestros gobiernos de facto, o el abandono de los soldados que combatieron en Malvinas, o la aprobación de las leyes de obediencia debida y punto final, o la implementación del indulto o la privatización de nuestro sistema previsional entre otros hechos lamentables de nuestra historia reciente.
Al mismo tiempo, nos resulta inevitable temer lo peor: que estas marchas espontáneas se conviertan en antesala de movidas desestabilizadoras como las ocurridas en Honduras, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Paraguay. En este sentido influye el artículo de Walter Goobar sobre la misión evangelizadora del libro De la dictadura a la democracia de Gene Sharp.
Recién después del 7D podremos determinar si la movilización de ayer fue apenas otro pico alto en la curva de tensión mediática K-antiK o si auguró (augura) algo más. En caso de que esto último suceda, ojalá confirme nuestra ¿ingenua? hipótesis a favor de la madurez democrática.