Trabajaba -no sé si todavía lo hace- en una fábrica de cartonajes de Vilafranca, "Meto cajas en la máquina". "No quiero hacerme falsas ilusiones. Te crees un genio y estás currando en una fábrica. Los sueños son una cosa y las aspiraciones otra. En realidad, quería que se editara uno de mis libros para poder seguir publicando. Pero, claro, tal como está funcionando empiezo a plantearme que quizá..." (El País, hace un año).
No he leído Fin, así que no puedo comentarles. Me seduce obviamente cualquiera que tiene la osadía de ponerse a escribir a la vuelta de su jornada de trabajo, cuando otros -cuando no habia niña- sólo teníamos la aspiración de poner la tele. Me recuerda otros casos, como Magnus Mills, que se hizo escritor famoso cuando conducía un bus por Londres. O como Gesualdo Bufalino, que publicó su primer libro, la maravillosa Perorata del apestado pasados los sesenta. En fin, que la esperanza es lo único que no puede perderse.
Por eso les he hablado de David Monteagudo, y no de Marcos Montes. Monteagudo tiene tesón, perseverancia, fe y seguro que hasta talento. Marcos Montes es una novelita de principiante (la escribió antes de Fin), empieza más o menos bien pero se va perdiendo por el camino para apagarse en un final -se lo podría contar y ya les chafo la novela- ingenuo y simple. Como un bizcocho que no ha subido, igual tenía ricos ingredientes, pero se ha quedado en una masa que, falta del calor necesario, se deja comer sin entusiasmo para resultar algo indigesta al final.