He aquí un caballero en su corcel, presto a iniciar su nueva aventura. Su lanza es una caña de pescar prestada. Su rocín, un ciclomotor. Su yelmo, una gorra de obrero gastada. Su grial… bueno…, su grial esta vez es un simple pez, una modesta tenca. Ningún escudo le protege, pero este hombre con nombre de caballero medieval lleva una armadura invisible, una capa de inocencia que le protege de los monstruos urbanos que le acechan y atacan desde que se levanta hasta que se acuesta.
Marcovaldo carga y descarga cajas ocho horas al día, riega las plantas de los pasillos de la empresa, quita la nieve cuando impide que el coche del director general pueda acceder al garaje… Es un chico para todo que ronda los cuarenta, pero no es infeliz por su trabajo. A Marcovaldo no le molesta su celda – primero un semisótano húmero, después una buhardilla con goteras -, sino la prisión de asfalto y hormigón en la que vive, donde la naturaleza es una intrusa molesta.
Marcovaldo, Domitilla y sus cuatro hijos son más míseros que pobres, nunca tienen dinero, sólo deudas que les cercan, bestias siempre prestas a pegarles una dentellada. Marcovaldo, como Carpanta, sueña siempre con comida y siente siempre la nostalgia de árboles y animales, la añoranza de un paraíso donde el agua de los ríos no está contaminada y el aire no es una boina negra. Bienes que ha perdido en la ciudad, donde el brillo de los carteles publicitarios le roba incluso la luz de la luna y las estrellas.
Marcovaldo – escribe Italo Calvino en el prólogo - “es la última encarnación de una serie de cándidos héroes pobres diablos a lo Chaplin, con una particularidad: la de ser un Hombre de la Naturaleza, un Buen Salvaje exiliado en la ciudad industrial (…) cabría definirlo como “inmigrante”, si bien esta palabra no aparece nunca el texto; quizá la definición resulte impropia, porque en estos cuentos todos parecen “inmigrantes” en un mundo extraño del que no pueden escapar”
Siempre pensé que este personaje larguirucho era el protagonista de una historia medieval. Me engañó su nombre, pero también la hermosa trilogía de nuestros antepasados: ‘El vizconde demediado’, ‘El caballero inexistente’ y ‘El barón rampante’. Novelas que, como ‘Marcovaldo’, presuntamente, todos debimos leer en nuestra adolescencia, ni antes ni después. Pero lejos de vivir en la Edad Media o en la Ilustración, Marcovaldo es contemporáneo de Calvino y sus relatos son una crítica feroz y temprana, muy temprana, a nuestra sociedad de consumo.
“Más que la miseria – escribe Calvino – se denuncia un mundo donde todos los valores se convierten en mercancías que vender o comprar, en el que se corre el riesgo de perder el sentido de la diferencia entre las cosas y los seres humanos, y todo se mide en términos de producción y consumo”. Y la denuncia llega en 20 divertidos relatos, uno por cada estación del año. Fábulas donde Calvino nos regala imágenes fantásticas, espejismos poéticos en medio de una película neorrealista en blanco y negro.
‘Marcovaldo o sea las estaciones de la ciudad’. Italo Calvino. Libros del Zorro Rojo. Barcelona. 2013. 192 páginas, 24,90 euros.
Pd.: Las ilustraciones de esta hermosa edición de las desventuras de Marcovaldo son de Alessandro Sanna. Os invito a visitar su página.