De esas más de veinte obras, a veces de ardua localización y siempre con nula o hasta mala fama, las hay que tienen gran interés o son prometedoras y no faltan las realmente valiosas y a tener en cuenta a la zaga de las mejores de la siguiente década.
Y después está "Thunderhoof".
Esta joya del western, en nada inferior y preferible a cualquiera de la formidable colección de películas que Karlson filmó en la siguiente década ("99 River Street", "Gunman's walk", "Kansas city confidential", "Hell to eternity", "The Phenix City story", "The brothers Ricco", "Tight spot") es fácil, al menos a priori, confundirla con "sus afines": me refiero, claro, a las películas de caballos con los que estaba fascinado Louis King, también es lógico recordar las simpáticas, breves e intrépidas variaciones novelescas californianas "a lo Zane Grey" que hicieron Fenton, Selander, Foster o English & Witney y a todas ellas habría que añadir lógicamente un par del propio Karlson, la optimista y colorida "Black Gold" de 1947 y (otra vez acude Fuller a la memoria, pues preludia a "The Baron of Arizona") la imaginativa y por momentos apasionante "Adventures in Silverado", también como "Thunderhoof" del 48 y con la que comparte equipo, un protagonista y frontera.
Su misterio y su ambigüedad no derivan ni de un guión repleto de diálogos inteligentes, ni de unos intérpretes - los curtidos Preston Foster y Wiliam Bishop, habitualmente secundarios y la maravillosa Mary Stuart, pronto dedicada a la televisión - que entonces encarnasen arquetipos reconocibles, generando conexiones con films previos, aludiendo a un carácter, una manera de enfrentarse a las circunstancias. El asunto además no podría ser más anecdótico (la búsqueda de un caballo) y nada hace Karlson para llamar la atención, ni con la cámara, ni con la moviola.
"Thunderhoof" simplemente escenifica, fuera de códigos genéricos o invadiéndolos todos como si nunca hubiesen existido, la duda y el deseo, el peligro y la muerte, en una serie de escenas esmaltadas en uno de los más hermosos blanco y negro que haya visto, abriendo y cerrando a veces un plano - la fulgurante escena de la tormenta con el revolver mientras el personaje de Foster delira, el montaje paralelo con la muerte del puma, la canción mexicana que ella canta para transformarse por un instante en la que fue, la aparición de la tumba de la niña junto a la cabaña abandonada, el arranque, el final... - con la compleja y sabia calma del Borzage de "Moonrise" o el Dwan de "Angel in exile".
Se atreve Karlson como ellos con el auténtico drama, desde la segunda o tercera fila del cine de su tiempo, en escenarios preparados para otras películas, abriendo el objetivo o dando un paso atrás para mirar de nuevo a situaciones asiduamente aligeradas, de las que cuesta poco desentenderse... y así halla la tragedia. Y la belleza.