Con esta premisa, Margin Call realiza uno de los más estremecedores retratos del capitalismo que se han visto en la pantalla grande. La patata caliente de la inminente catástrofe va subiendo por el escalafón jerárquico hasta el jefe supremo. Poco a poco vamos enterándonos de cuanto gana cada uno al año: los sueldos van desde los 250.000 hasta más de ochenta millones de dólares. Y lo que más estupefacción produce es que señores que ingresan esas obscenas cantidades de dinero ni siquiera conocen los entresijos de su trabajo diario. Ellos se limitan a apretar botones, a transferir millones de dólares en bonos, pero ninguno sabe muy bien lo que está haciendo. Es la teoría de la mano invisible de Adam Smith llevada hasta sus últimas consecuencias: como nadie controla nada ni es capaz de conocer lo que sucede cada minuto en cada rincón del mundo, no hay responsables. El casino global no cuenta con un director que pare el juego cuando haya peligro de que salte la banca. El Gobierno tiene tan poco que ver con todo esto que apenas es nombrado en la película.
Todo transcurre en una noche aciaga, con un ambiente casi de juicio final, en la que hay que tomar decisiones rápidas para que el marrón sea transferido de la compañía a los cándidos inversores. Y los trabajadores que deben cumplir estas instrucciones de venta fraudulenta, obedecen. Algunos muestran remordimientos, pero cumplen las órdenes sin rechistar, ya que hace tiempo que vendieron su alma. Entre ellos hay alguno que recuerda su pasado como ingeniero, cuando utilizaba su inteligencia en pos del bien común. Otros se estremecen cuando reflexionan acerca de los resultados obtenidos tras treinta años al servicio de la empresa. Pero por encima de todos está John Tuld (un soberbio Jeremy Irons, que se come la pantalla, sin desmerecer en absoluto el magnífico trabajo del resto del elenco), el director general de la compañía, el tiburón supremo, que seguramente de joven arrancó la palabra ética del diccionario para iniciar su meteórica carrera hacia el Olimpo de los millonarios. Tuld es el frío ideólogo de la solución radical para salvar a la empresa a costa del ahorro de miles de personas humildes, el darwinista supremo que se ha adaptado al entorno financiero con la misma maestría que lo hacía en sus tiempos Gordon Gekko. Su lenguaje es tan lapidario como el del protagonista de Wall Street. No se hace uno inmensamente rico favoreciendo a la sociedad, sino venerando todos los días con fervor a la diosa Codicia.
Posiblemente con los años Margin Call se convierta en la película emblemática de los años de la gran crisis, la que mejor retrate la labor de estos prestidigitadores de lujo, capaces de vender puro humo a sus clientes sin pestañear.