Es una novela de estructura muy sencilla, casi enteramente dialogada, y cubre unas pocas horas: las del encuentro fortuito en un parque de una joven niñera y un viajante de comercio, que inician una conversación intranscendente (en principio, eso parece) que sin embargo va creciendo hasta mostrar el fondo último de cada uno de ellos. La conversación se inicia a raíz de la proximidad del niño, que viene a reclamar su merienda y a partir de ese momento todo va desenvolviéndose y creciendo (hacia la desnudez) con una pasmosa naturalidad.
(Hay una atmósfera en la novela que me ha recordado mucho a todo lo que siente y percibe Andrea, la protagonista de Nada de Carmen Laforet, sin duda por tratarse de dos adolescentes que (des)esperan el porvenir y porque esta novela está teñida de un vago y medido existencialismo.)
La muchacha es la más ansiosa, la que necesita con urgencia saber qué le deparará la vida porque siente que nada aún ha empezado para ella ("Debo adquirir un poco de importancia como sea", dice), y anhela alcanzar a poder pertenecerse a sí misma. El hombre maduro pretende sosegarla, limar sus sueños y aspiraciones y mostrarle que es mejor detenerse en el presente y gozarlo, porque de lo contrario sólo le quedará el vértigo y la insatisfacción permanente.
Entonces ella le habla de su señora, de la insatisfacción y el vacío que parece anegar su vida banal, intranscendente (por supuesto no lo formula: lo cuenta), a lo que él asiente desde su experiencia de la vida:
"-Cuando se tiene todo para que las cosas vayan viento en popa, siempre pasa lo mismo, la gente encuentra el modo de echarlo a rodar. Y es que la felicidad les resulta amarga.
-Es igual. Se lo repito, quiero conocer la amargura de la felicidad.
-Se lo decía sin intención, solo por hablar. " (p. 79)
Es solo una breve muestra. Y es imposible hablar del silencio que transmite esta lectura impar.