María, modelo de seguimiento. En la fiesta del Carmen

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Anna Seguí Martí, ocd
Charla impartida en la parroquia Santa María del Mar
Valencia, 12 julio 2022

Introducción

Muy buenas tardes a todos y a todas. En primer lugar, quiero expresaros mi alegría por estar aquí, reunida junto a una comunidad parroquial de fe en Jesucristo. Es como volver a los orígenes de mi propia historia de fe. Porque fue en la parroquia donde se me dio a conocer a Jesús y donde crecí como creyente, en enamoramiento y seguimiento de Jesús, por lo cual, ante vosotros, me permito situarme como una más, uniéndome a vuestro mismo deseo de vivir una vida para el Evangelio, tomando a María como modelo de fiel seguimiento de Jesús, su Hijo.

Quiero expresaros también mi agradecimiento por la confianza puesta en nosotras, Carmelitas Descalzas, para hablaros sobre la Virgen María. Según nuestras Constituciones: El Carmelo se define por ser la Orden de la Bienaventurada Virgen María. Somos una familia consagrada especialmente a su amor y culto. La Virgen es tenida por Madre, hermana, amiga, Señora y Patrona. Modelo de oración y Maestra espiritual. Quisiera saber deciros alguna palabra sobre Ella que os llegara al corazón.

 La joven hebrea

María fue una jovencita hebrea y sencilla mujer de pueblo, de Nazaret, que perteneció al grupo de los anawim, es decir, los que eran tenidos como los pobres de Yavé, los que no tenían nada y por su misma pobreza, lo esperaban todo y solo de Dios. Como buena judía y creyente de la Palabra, ella aplicó su corazón a la atención amorosa de Dios y se abrió de par en par a hacer su voluntad. Vivir según el plan de Dios fue su disposición interior que llevó adelante con toda fidelidad. Y María será así modelo de la fe y seguimiento por todas las generaciones. Con todo el pueblo creyente, vivió la esperanza de Israel, suplicando la plenitud de los tiempos con la venida del Mesías salvador. Y en ella se cumplirá esta plenitud, que será bendición salvadora para toda la humanidad.

Los Evangelios son escuetos al hablar de María. Pero los textos a ella referidos son de vital importancia y trascendencia en el cumplimiento de las Escrituras, y en la peregrinación de la fe de aquel momento histórico, el de toda Iglesia, y aún de toda la humanidad. Porque lo que Dios dispone en el plan de la salvación es para todos.

María, la joven hebrea judía, está en el inicio del proyecto de Dios, que ha puesto la mirada sobre la pequeñez y humildad de su sierva. Y Dios la elige para ser la Madre de Jesús, el esperado de los tiempos. El evangelio más explícito es el de Lucas, que cuenta todo el proceso de la elección y llamada, creando un breve relato de cómo pudieron suceder las cosas. Sin embargo, hay que tener claro que, el relato en sí mismo no es histórico, es un hecho de fe, porque, cómo sucedió todo no nos es conocido, queda oculto en el misterio. Lo que sobresale de la lectura de los textos evangélicos es que quede claro que la preñez y maternidad de María no es por intervención humana, no es obra de José. Es don de la gracia que, por medio del Espíritu Santo la cubre de gloria; las entrañas de María quedan llenas de la vida de Dios. Y ahí, nosotros quedamos situados ante el misterio de la Encarnación para acogerlo humildemente a imitación de María: en fe y esperanza, en confianza y amor, en humildad al fin.

A la historia de salvación le precede el Sí de la fidelidad

Desde los albores de la existencia humana, Dios va trazando un plan de salvación para toda la humanidad. Todo comienza por una disposición y un Sí incondicional a Dios por parte de hombres y mujeres que Él irá llamando en cada momento y en un larguísimo proceso histórico salvador. María no es una solitaria independiente e individual. Ella entra de lleno dentro del plan salvador de esa larga historia que le precede; es una figura más, aunque privilegiada y de una transcendencia única.

 Abraham

El primer gran sí de la historia de salvación a Dios lo tenemos en la figura de nuestro padre Abraham. Él será llamado por toda la eternidad “padre de la fe y amigo de Dios”. Por medio de Abraham, quedan vinculadas y fraternizadas las tres grandes religiones, adoradoras del Dios Uno y Único. Los Judíos y cristianos por la vía de Isaac, y los musulmanes por la vía de Ismael, los dos hijos de Abraham. Y el gran reto que tenemos por delante las tres grandes religiones, es recuperar los vínculos de familia que nos unen para trabajar juntos la deseada y necesitada fraternidad mundial. En este sentido, viene bien señalar aquí el pensamiento del teólogo Hans Küng: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; ni habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; ni habrá diálogo entre las religiones sin el estudio de sus fundamentos”. Y María será el vínculo de unión de la familia humana hacia este logro de la fraternidad universal.

 Moisés

Otro gran hombre en el proceso de la fe con su gran sí a Dios, es Moisés. Él será el hombre de la fidelidad inquebrantable, del aguante y la paciencia, ante una misión que sobrepasó sus fuerzas humanas, hasta el punto de pedir a Dios que lo librara de aquella carga. Pero Moisés asumió la misión que Dios le había propuesto y la llevó adelante hasta el fin de sus días. Él fue el guía humano-espiritual de la comunidad en la travesía del desierto. Este camino intransitable, fue la gran prueba de su fidelidad a Dios y a todo el pueblo. Fue tenido por Dios como “el más sufrido de los hombres” (Nm 12,3). Este gesto paciente conmovió al mismo Dios.

 Profetas y mujeres

Junto a estos dos grandes hombres, hemos de añadir el gran Sí de los profetas. Ellos son considerados como los hombres vinculados y disponibles para Dios, portadores de sus oráculos y anunciadores de la voluntad divina para las gentes. Los profetas estarán siempre implicados en la historia del pueblo de Dios. Aparecen cuando las necesidades producidas por las crisis les reclaman, cuando la religión decae y la gente se aleja de Dios. Ellos vislumbraron el nacimiento del Mesías esperado y lo anunciaron como esperanza de un cambio radical para el pueblo. Dice el profeta Miqueas: Y tú Belén, tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá; porque de ti saldrá un Guiador, que apacentará a mi pueblo Israel” (Mq 5,2). El profeta Isaías lo proclama así: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”.

En esta línea de personas fieles, debemos añadir algunas mujeres de gran calado humano, que han sido claves en el plan salvador de Dios. Destacamos mujeres ejemplares tales como: Sara y Rebeca; Débora la guerrera; la joven viuda Rut, que llegó a ser la bisabuela del rey David; la intrépida Judit y la reina Ester. Finalmente, llega la gran figura de María, la humilde esclava del Señor y la dichosa porque ha creído, mujer hecha de silencio orante y callado amor. En ella queda conectado todo el proceso salvador de Dios, del Antiguo y Nuevo Testamento.

Anuncio y encarnación

María recibe inesperadamente el anuncio de un hijo. El relato del Evangelio es sobrio, el ángel le dice: “No temas María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Altísimo” (Lc 1,29-32).

El Sí de María es proclamado con asombro y turbación, con temor y temblor, porque se siente sobrepasada ante lo que le acontece. María se abaja ante Dios y dice: “He aquí la esclava del Señor, ¡hágase en mí según tu palabra!” (Lc 1,26). La Encarnación es la llave que abre la historia a la novedad de vida, y la novedad es Dios hecho hombre. En Jesús Dios se abajó, hasta venir a ser uno más entre nosotros. Abajarse Dios es ponerse de oferta, hacerse accesible, palpable, amigable. Un Dios humanado que es oferta salvadora.

María se ha hecho tierra cultivable para Dios. Sin entender, asume y acoge con fe el misterio, se fía de Dios e irrumpe en alegre Cántico del Fiat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1,46). Canta gozosa por lo que Dios ha obrado en ella y dice: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Las obras de Dios son misericordia de Dios, como una ganancia que favorece a las gentes. Jesús es el gran don de la misericordia. María es todo lo que se ha dejado hacer por Dios. Y, a lo largo de la historia, ella estará siempre donde está el amor: Jesús. Donde está el Hijo, está la Madre.

El Magníficat puede ser visto también como el canto de la Iglesia que se ha hecho, como María, obediente servidora del proyecto libertador y misericordioso de Dios para toda la humanidad. La Iglesia ve en María el modelo de creyente, una obediencia alegre, amable y pronta para servir: “María se puso en camino con prisa” (Lc 1,39). Camino que lleva a socorrer las necesidades de los menesterosos y sufrientes de todos los tiempos. Y este debe ser el hacer y estar de la Iglesia en el mundo.

En María se realiza el nuevo comienzo

En María se ha realizado el comienzo de lo nuevo: nueva humanidad, nueva vida, nueva manera de ser y de relacionarnos. Ella es la mujer en quien Dios vive complacido. Las entrañas de María son humanizadoras de Dios. En sus brazos de madre da comienzo la actitud contemplativa en el asombro de un misterio que la excede. El Hijo de María es la Nueva Creación que se ha realizado ya en ella. Con la venida de Jesús, Dios nos regala su Reino de felicidad para todos. Vivirlo será reto y tarea nuestra. Todo depende de estar del lado de Dios, como lo estuvo María. Ella será por siempre modelo de seguimiento de Jesús que debemos imitar.

Y es que María es don de Dios para nosotros. Lo es porque los humanos necesitamos modelos de referencia para saber cómo proceder y por dónde caminar, y María, junto con Jesús, son el referente donde podemos espejarnos para vivir conforme al agrado de Dios. Ellos, Jesús y María, son la realización plena de la humanidad nueva que Dios quiere implantar en el mundo. La vocación humana es vivir la imagen y semejanza con que fuimos creados.

Madre de la nueva humanidad

Eva fue la madre de la humanidad. Y María será Madre de la Nueva Humanidad. Israel fue el pueblo elegido por Dios para trazar el camino salvador. Con Jesús la salvación se abre a toda la humanidad, ya no tiene límites, el plan salvador abarca toda la creación y criaturas. “Lo viejo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2Co 5,17). Jesús es la nueva manera de ser y de vivir humanamente, de entender el amor, la libertad, la justicia y la paz. Jesús se definirá como: “el camino, la verdad y la vida”. Y María será la primera en recorrer este camino nuevo de Jesús, situándose como la primera discípula de su Hijo. La gran cualidad de María es que, desde el nacimiento del Hijo, hasta la cruz y resurrección, vivirá siempre adherida a Jesús.

Del alegre Fiat al desconcierto de la fe oscura

La humildad, la fe, la esperanza y confianza han sido las cualidades de María que han seducido a Dios, hasta proclamarla, por medio de su prima Isabel: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). Isabel dirá también de ella: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”. Quien trata con María detecta el resplandor de Dios en su vida, vislumbra una novedad cercana que traerá salvación a todos. El libro de la Apocalipsis dice: “Yo hago nuevas todas las cosas”. Y la novedad ya está realizándose en medio de nosotros.

Pronto asoma la sombra del sufrimiento. Cuando los padres de Jesús cumplen el deber de la Ley, a los ocho días lo llevan al templo para ser presentado y consagrado al Señor. El anciano Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios por la alegría de ver al Salvador del mundo, y dice el evangelio: “Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2, 33-35).

María inicia así el camino del amor y el dolor. El sufrimiento formará parte de su realidad humana, la configurará como realidad humanizadora. Y esta realidad suya es esperanza para que nosotros también sepamos asumir nuestros propios sufrimientos. Es verdad que Dios no quiere el sufrimiento para nadie, Él nos quiere felices y su plan salvador es de felicidad. Pero, en este mundo roto y limitado, donde el mal asoma como una amenaza constante, el sufrimiento nos agarra por dentro en una lucha titánica, donde trigo y cizaña crecen juntos. La libertad se va asentando a fuerza de asumir y atravesar el sufrimiento, porque en él, Dios nos va purificando y transfigurando.

Para María, creer será seguir fiándose de Dios en las situaciones de noche oscura. Si la anunciación y nacimiento han sido una dichosa ventura, alegre y gozosa, muy pronto, el Hijo se convierte en desconcierto para la Madre. Siendo todavía un niño, abandona a sus padres y se queda junto a los Doctores de la Ley en Jerusalén, los escuchaba y les hacía preguntas, razonaba con ellos. Cuando sus padres lo encuentran le dicen: “Hijo: ¿Por qué nos has hecho esto?” y él les contestó: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,46-51).

Hay una obediencia natural: crecer. “El niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio, y gozaba del favor de Dios” Lc 2,40). Crecer es dejar que la naturaleza siga su curso, obedeciendo la ley natural. Es en Nazaret, en la obediencia filial a sus padres y en el cumplimiento de la Ley, como buen judío, donde Jesús crece y se robustece: “Jesús seguía creciendo en cuerpo y mente, y gozaba del favor de Dios y de los hombres” (Lc 2,52). En el proceso de crecimiento domina el silencio. Durante treinta años, Jesús permanece callado. Es el tiempo de la escucha interior, de la formación, para ser portador del mensaje salvador que Él mismo encarna. Jesús será la Luz de Dios que irradia desde dentro hacia fuera para todos los que le escucharán y acogerán su sabiduría. Todo lo que podemos saber y conocer de Dios, nos lo enseña Jesús.

Silencio de Nazaret, mientras la acción de Dios discurre en el interior del Hombre Jesús y en el corazón de la historia. Todo lo que se refiere al Padre es lo que Jesús atiende, escucha, integra, asimila como mensaje, misión y vida. El Reino de Dios anunciado por Jesús está igualmente sometido a la ley de un obediente crecimiento: comienza pequeño como un grano de mostaza hasta que “se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas” (Lc 13,18). Dios no violenta nada, la misma naturaleza sigue un curso riguroso de obediencia a la ley natural. José y María, como devotos judíos, irían instruyendo a su hijo en la Ley de Moisés. Pero Dios le irá inspirando la novedad del Reino de los cielos que Él traerá y anunciará a su pueblo.

Los evangelios quedan silenciados ante el periodo siguiente de infancia y juventud, nada dicen, hasta que Jesús aparece ya en los comienzos de su actividad proclamadora de la Buena Noticia del Reino de Dios. Por entonces tendría unos 30 años, y es toda una rareza que no estuviera casado. Porque para un judío era un deber con la Ley y con Dios el casarse. Pero Jesús se guarda entero para dedicarse a hacer y “estar en las cosas de mi Padre”.

Los inicios de la actividad de Jesús

A María la hallamos de nuevo junto al Hijo en las bodas de Caná. Los dos asisten como invitados junto con los discípulos de Jesús. María, como mujer atenta a las necesidades de las personas, se ha dado cuenta de que faltaba vino y se lo dice a Jesús, Él le contesta casi con indiferencia y dice: “Mujer, ¿por qué me lo dices a mí? Aún no ha llegado mi hora”. Pero María se planta y sin mediar palabra, se dirige a los que estaban sirviendo y les dice con actitud imperativa: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,1-5). Ante la autoridad de la Madre, Jesús se somete y realiza su primer milagro. María no comprendía muchas cosas, pero la confianza en su Hijo era absoluta, ella sabe que Dios está actuando en Él, y le fuerza a mostrar así su gloria. María deja clara cuál ha de ser la actitud que debe definir a los seguidores de Jesús: “Haced lo que Él os diga”. Este será por siempre el ejercicio constante de una vida para el Evangelio. Atención interior a la voluntad de Dios siempre.

Pocas veces más encontraremos a María en los evangelios. Pero en todo lo referido a ella queda claro que sufre la noche oscura de la fe. En otra ocasión, Jesús estaba predicando y su madre y hermanos se acercan para hablar con Él, la gente lo avisa: “Tu madre y tus hermanos están ahí fuera, y quieren hablar contigo. Pero Él contestó al que le llevó el aviso: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando a los discípulos, añadió: estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 46-50).

¿Cómo se quedaría su familia ante estas palabras? María quizá recordó aquel decir de la infancia, cuando ya les dio a entender que Él debía estar en las cosas de su Padre. Las palabras de Jesús no son menosprecio hacia su madre y hermanos, Jesús quiere ampliar los vínculos familiares, crear una familia humana unida por la Palabra y el Espíritu. Lo que distinguirá a los discípulos será la identificación con Jesús como comunidad que escucha el mensaje y lo pone por obra, obedecer y realizar la propuesta que Jesús ofrece al pueblo. Es una gran apertura a toda la humanidad, una invitación a entusiasmar los corazones de las personas anhelantes por hacer el bien, a vivir los valores de amor y perdón al prójimo.

¿Iría comprendiendo María que Jesús estaba creando estos nuevos vínculos familiares? ¿Lo comprendemos nosotros? ¿Nos sentimos hermanos y hermanas de toda la humanidad? ¿Tendemos las manos a las necesidades de los demás como auténticos hermanos e hijos de Dios?

Y todavía nos hallamos con un hecho más fuerte que este que acabamos de explicar. La familia de Jesús es tan sencillamente humana que se sobrecogen y dudan de su estado mental, piensan que se está excediendo y van a buscarlo otra vez. Dice el evangelio: «Entró Jesús en una casa, y se reunió tanta gente, que no podía ni comer. Al saber que estaba allí, los parientes de Jesús acudieron a llevárselo, pues decían que se había vuelto loco” (Mc 3,20-21). El texto no dice específicamente que su madre estaba allí, pero algo le llegaría y lo sufriría, porque la fe, por grande que sea, es puesta a prueba y el sufrimiento nos hiere y nos hace gemir de dolor. María puede comprender nuestras luchas y dudas en el peregrinar de la fe, porque ella también las pasó.

Al pie de la cruz

El seguimiento del Hijo va llevando a la Madre hasta el pie de la cruz. Allí están los que han comprendido y seguido a Jesús en la línea del amor, la confianza y la libertad: la madre, las mujeres y el discípulo amado están allí como signo de fidelidad absoluta. Los demás se han escondido, incluso el gran Pedro lo negará por tres veces; el miedo los ha hecho abandonar, han sucumbido al temor, presos de pánico y desconcierto. Y Jesús experimenta el amargo fracaso del abandono y de una muerte ignominiosa. Al pie de la cruz, ¡María y las mujeres! Es importante profundizar este hecho, la magnanimidad y fortaleza de las mujeres en el momento más transcendental de Jesúsellas, y no ellos, están con Jesús, ellas y solo ellas están donde está el amor. A las mujeres, a María, nada las aparta de Jesús, ni el miedo, ni el horror, ni la inhumanidad de aquel momento infame. El amor las hace permanecer. Quien ama se sacrifica con el Amado. Estas son las mujeres en el Evangelio, esta es María. Esta es la historia a vivir en la Iglesia como testigos del Amor.

Desde el nacimiento, recorriendo la vida hasta llegar al pie de la cruz, María es fiel modelo de seguimiento amoroso al Hijo. En el momento final, la Madre y sus amigas lo amparan y abrigan en su amor y dolor. Las entrañas maternales de María acogen al Hijo y los hijos, al crucificado y los crucificados de la humanidad de todos los tiempos. Cristo crucifica todo el mal en la cruz y lo redime. Al pie de la cruz María, la Mujer creyente, ella sigue meditando las cosas en su corazón y la esperanza permanece abierta a la vida. Dios tendrá la última palabra. Nada de lo que hace Dios puede acabar en la muerte. Aquí la espera, aquí la confianza, aquí María y aquellas mujeres oran en silencio sumidas en la oscuridad de lo incomprensible: Dios ha fracasado, ellas se sienten solas y esto es desesperante. No queda más que orar y esperar confiadamente con María. ¿Qué sucederá? 

Resurrección y Pentecostés

La tierra y toda la creación ha quedado bajo el pavor de la oscuridad y el silencio, todo ha enmudecido. Dios ha muerto. Pero la vida es más fuerte que la muerte. Dios no es un Dios de muerte sino de Vida. Al tercer día, sucede un hecho único y trascendente en la historia de fe de la humanidad. El Evangelio de Lucas lo proclama así:El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Al llegar, se encontraron con que la piedra que cerraba el sepulcro había sido removida. Entraron, pero no encontraron el cuerpo de Jesús, el Señor. Estaban aún desconcertadas ante el caso, cuando se les presentaron dos hombres vestidos con ropas resplandecientes que, al ver cómo las mujeres se postraban rostro en tierra llenas de miedo, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?  No está aquí; ha resucitado. El gran honor de las mujeres es que ellas fueron las primeras testigos de la resurrección de Jesús y salen alegres gritando: “¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!”. Acaba de nacer el tiempo pleno de la historia. Ahora todo ha quedado cumplido y definitivamente salvado. Somos la gente nueva que está llamada a mostrar el rostro resplandeciente del Resucitado, somos los alegres testigos de la resurrección, porque nuestra vida ya está resucitada con Él. Y de la resurrección nacerá la misión.

El relato posterior a la resurrección lo cuentan los Hechos de los Apóstoles. Las apariciones han liberado a los discípulos del miedo y han salido a la luz llenos de vigor, alegría y fuerza nueva. Ahora han pasado a proclamar el acontecimiento resurreccional a todas las gentes. “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos”, más adelante, el relato sigue diciendo que “Todos ellos, junto con algunas mujeres, y con María la madre de Jesús y los hermanos de Él, se reunían siempre para orar”. María es la mujer orante, la primera contemplativa de la historia, ella, lo hemos visto ya, vive una oración atenta en el silencio de su corazón y, en su interior el Hijo la sostiene y la hace discípula amada y privilegiada, junto con la otra María Magdalena, las mujeres más amadas de Jesús. En Pentecostés ha nacido la Iglesia, como fruto de la resurrección.

Nuestra tarea: ser servidores del amor

Hoy, todos nosotros somos el discipulado de Jesús. Hemos de mirar a María como modelo de seguimiento porque ella nos ha enseñado a vivir abiertos a la voluntad de Dios. La atención amorosa se adquiere por la oración interior, ser orantes como lo fue María y como lo fue Jesús. La oración nos dará la fuerza para vivir la vida en el amor. Si no hay diálogo amoroso con Jesús, ¿cómo lo vamos a conocer? La oración y la lectura asidua de la Palabra nos irán iluminando su rostro y el camino a seguir.

En el seguimiento de Jesús, al igual que en María, se va realizando en nosotros la humanidad nueva que Él quiere que seamos: ser amadores y servidores del amor en la libertad de hijos y no esclavos. El amor nos ha de llevar a trabajar responsablemente en el espíritu de las Bienaventuranzas, con la sencillez y humildad de María. Que el Reino de Dios se haga realidad en la vida de cada día, para disfrute y felicidad de todos, esta es la misión de todos los tiempos, una misión que es atención a las necesidades humanas de los que sufren.

Vivir el amor configura una vida para el evangelio, y hay que hacerlo eficazmente realizable en palabras, obras y gestos, para que penetre de manera incisiva creando libertad y felicidad, es decir: somos responsables de ser humanos y humanizar al agrado de Dios.

En palabras: sean nuestras palabras decires de amor, bondad y bendición, positivas, alentadoras y liberadoras, que reflejen la bondad de Jesús.

En obras: que la atención a las necesidades de las gentes, especialmente de los más pobres y necesitados, se traduzca en servicio generoso y amoroso, comprometido, con manos tendidas que acogen y atienden eficazmente, creando solidaridad y comunión. En gestos: seamos capaces de expresar el amor con amables gestos de acogida; abracemos con el suave decir de la palabra “te quiero”. En la ternura y cariño de las caricias y los besos amables, con libre espontaneidad, hasta donde el amor nos lleve. Gestos sanadores, amadores, consoladores para cada persona que tenemos a nuestro lado. Sea nuestro hacer en la vida un masaje de suavidad y ternura.

María en los santos del Carmelo

Quiero terminar con unas palabras de los santos de la Orden, que han vivido imitando a la Virgen María y la han tenido como modelo de fiel seguimiento a Jesús.

Santa Teresa de Jesús: “Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí” (V 1,7). 

San Juan de la Cruz: “Tales eran las de la gloriosísima Virgen Nuestra Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo”. 

Santa Teresita del Niño Jesús: “¡Cuánto me hubiera gustado ser sacerdote para predicar sobre la Santísima Virgen! Un solo sermón me habría bastado para decir todo lo que pienso al respecto. Ante todo, hubiera hecho ver qué poco se conoce su vida. No habría que decir de ella cosas inverosímiles o que no sabemos”.

“Está bien hablar de sus privilegios, pero sobre todo es necesario que podamos imitarla. Ella prefiere la imitación a la admiración, ¡y su vida fue tan sencilla! Por hermoso que sea un sermón sobre la Virgen, si nos vemos obligados a exclamar continuamente «¡oh! ¡oh!», acaba uno harto”.

Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein): “El fiat voluntas tua en toda su extensión tiene que ser el hilo conductor de toda vida cristiana. Debe regular el curso del día, de la mañana a la noche, el pasar de los años y, en suma, la vida total”. 

En la Sagrada Escritura nos encontramos con muy pocas palabras de la Virgen María, pero estas son como pesados granos de oro purísimo: si los fundimos con el fuego de una amorosa contemplación, serán más que suficientes para que irradien sobre nosotras y sobre nuestra vida un luminoso resplandor”. 

Conclusión 

A María la hemos puesto en los altares y santuarios, las capillas y ermitas, la hemos vestido de mantos y velos, y adornado con joyas. Sin embargo, lo importante es que pongamos a María en nuestros hogares, en nuestro corazón, a nuestro lado, compañera de camino, viviendo, trabajando y orando con nosotros. Sea ella nuestra Madre, amiga y hermana con quien dialogamos, nos desahogamos y pedimos consejo. Es de vital importancia escucharla, amarla e imitarla. Ella vive en función de Jesús, y nos señala a Jesús. El Redentor de la humanidad es Jesús, y María nos dirá por toda la eternidad: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).

Oración

María, Madre de la alegre esperanza, Madre nuestra del Carmen, ruega por nosotros ante tu Hijo, fruto bendito de tu vientre, y concédenos la gracia de saber estar, como tú, al pie de la cruz, en fiel seguimiento de tu Hijo, Jesús, nuestro Señor y Salvador. Amén.