Mario Vargas Llosa

Publicado el 06 julio 2010 por Manuelmarquez


He arrancado hace algún tiempo la lectura de las obras completas del escritor peruano Mario Vargas Llosa (en la excelente edición que, desde hace unos años, viene publicando Círculo de Lectores, y que alcanza ya cinco volúmenes de los nueve proyectados), y, con ello, además del placer intrínseco de la pura y dura lectura de la misma, comienzo a saldar una vieja deuda de gratitud que mantengo con este autor, gracias al cual una querencia por la literatura que, en los años de mi primera adolescencia, empezaba a flaquear -zarandeada por esas otras “aficiones” más propias de tal edad-, no sólo se vio rescatada del abismo, sino consolidada y reubicada. Con Vargas Llosa -un autor del que, con el paso de los años, jamás he renegado, aunque sí he de confesar que no sigo su obra actual con la pasión y veneración de antaño, quizá (indebidamente) condicionado por unos desacuerdos de planteamientos ideológicos bastante rotundos- descubrí, más allá del placer que ya implicaba la “inmersión” en una temática inequívocamente adulta (algo que, en esa edad, ya conlleva un punto de atractivo enorme), que la novela no tenía por qué ser un continuum lineal, un relato sujeto a una estructura rígida y simple, sino que podía jugar con estructuras espacio-temporales mucho más libres y abiertas. No sé lo que sintió Pablo de Tarso cuando cayó del caballo aquel del que habla la leyenda, pero no debió ser algo muy distinto a lo que sentí yo en aquel entonces, leyendo La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras o La tía Julia y el escribidor.
Como estos acontecimientos (casi) nunca son casuales, bien está que aproveche estas líneas para saldar públicamente otra deuda de gratitud, no por cercana, menos onerosa, y que es la que mantengo con la culpable de tal desaguisado, la profesora de Literatura con la que el destino tuvo a bien que me cruzara hace ya la friolera de, en fin, pongamos que bastantes años, y que fue la que, en una rápida visita a la biblioteca del instituto en la que ambos trasteábamos, cada cual en su respectiva ocupación —ella, la de intentar desasnar a aquel conjunto de recipientes hormonales al borde del colapso químico permanente que formábamos mis compañeros/as de clase y yo; este humilde escribiente, la de intentar sacar algo en claro de aquella maraña confusa de saberes nuevos (los de los libros y los otros...) y sentires viejos en la que andaba enfrascado—, me proporcionó los primeros ejemplares de obras de este autor, en el convencimiento de que me iban a llevar al rescate de una pasión que nunca había dejado de estar ahí, aunque transitoriamente anduviera sepultada bajo el peso de otras “circunstancias”. Los avatares de la vida nos han hecho coincidir posteriormente en mil y un saraos de bien diverso pelaje, nada dignos de olvido, pero nunca a la altura de lo que para mí supuso el hecho de que me descubriera a este peruano que tan bien trovaba sus historias. María Jesús Monedero es su nombre, y vaya desde aquí mi eterno agradecimiento, negro sobre blanco, y para la posteridad (las cervezas, supongo, habré de pagármelas en otro momento...).
Para cerrar, amigos lectores, habré de confesar que bien me consta, a través de lo que por aquí y por allá, en páginas de información literaria y blogs amigos, voy descubriendo, que son otros los autores que, a día de hoy, gozan del favor mayoritario del público y/o de la crítica. Así es la vida, nada es eterno, todo muta. Pero tampoco creo que nadie se llame a extrañeza si le recuerdo que, al igual que uno jamás olvida el rostro de aquella chica a la que dio el primer beso, tampoco estaría bonito mostrarse desdeñoso con aquel que, en su día, nos hizo algo parecido en los avatares de la letra impresa, ni con aquella, que, como buena celestina, nos facilitó el amorío. Don Mario, doña María Jesús, muchísimas gracias. La fotografía que ilustra el artículo proviene de la galería de Flickr de dadevoti, y se publica conforme a los términos de su licencia Creative Commons.