A alguien se le ocurrió dejar en la pared de una sala de profesores en un colegio de Mislinja, en Eslovenia, la frase de Mark Twain. No la había escuchado o leído antes o, en todo caso, no le había prestad atención, no se me había ocurrido pensar en ella, hacerla durar, registrarla y procurar, en lo posible, obedecerla, convidarme a respetarla. Dice que uno haga de cada día el mejor de los posibles o que se le de a cada uno la oportunidad de que sean el mejor de la vida. No se puede comprobar que sirva. No hay forma de que se pueda adquirir la certeza de que quien la lee luego la madura dentro y la practica. Hay frases de una contundencia absoluta que únicamente sirven como eslogan. Lo malo son los eslóganes, toda esa excelencia literaria con la que deslumbramos al desavisado. Cuando la vi, pedí que me la tradujeran. Lo hizo Nina y me propuse no descarriar las palabras, no desprenderme de la ilusión que me hizo escucharlas. De hecho hoy pensé en Twain, en un rato suelto del día. Pensé en si había algo extraordinario en todas las cosas que habían sucedido desde que puse el pie en el suelo. Elegí una - que no viene al caso reseñar ahora - y deseché otra - que tampoco convendrá hacer constar -. Hay días que no contribuyen a que nada los salve. Días que se arrumban, días de una vacuidad que desarma. Los otros, los que toca la gracia, son los que nos hacen continuar. Se levanta uno con la idea de que algo maravilloso va a suceder. No importa si a uno mismo o a quien tenemos cerca. Ojalá a quienes amamos, en todo caso. Uno incluso ama la posibilidad de llegar a amar. Se ama el amor, no su posesión exacta, no la propiedad que creemos tener de él. Por eso hay que estar alerta, mirar donde no se suele, escuchar con atención lo que normalmente no escuchamos, buscar dentro, no quedar en la periferia, en la piel expuesta, en las palabras hilvanadas unas a otras, como si no dijesen algo y se tuviese que agachar uno, olisqueando, braceando contra la corriente de significados rotos, los que no importan, los irrelevantes y los insulsos. A veces importa la presencia de las cosas, donde las ponemos, en qué lugar las dejamos para que los demás las aprecien. La frase de Twain, no mejor que otras, no la mejor de las frases, expuesta en la pared, en esloveno, me fascinó y me fascina todavía, ahora que noj la veo y solo dispongo de la foto que le hice. Nina me la tradujo. No me contó si los maestros de esa escuela la inculcaban a sus alumnos o se la aplicaban ellos mismos. Imagino que sí. Que harán ambas cosas. La llevarán como puedan, izándola como una bandera. Las palabras deberían ser las banderas en lugar de un trapo que meza el aire. Los países deberían ser también palabras. Hay que ir a una sala de profesores de un colegio esloveno para darse cuenta de que los países son las palabras de quienes los habitan. Incluso los sueños. Las palabras y los sueños juntamente, en una pared, para que lea el que llega y luego se decide a escribir. La escritura es un país también. Escribir es un ejercicio cívico.
A alguien se le ocurrió dejar en la pared de una sala de profesores en un colegio de Mislinja, en Eslovenia, la frase de Mark Twain. No la había escuchado o leído antes o, en todo caso, no le había prestad atención, no se me había ocurrido pensar en ella, hacerla durar, registrarla y procurar, en lo posible, obedecerla, convidarme a respetarla. Dice que uno haga de cada día el mejor de los posibles o que se le de a cada uno la oportunidad de que sean el mejor de la vida. No se puede comprobar que sirva. No hay forma de que se pueda adquirir la certeza de que quien la lee luego la madura dentro y la practica. Hay frases de una contundencia absoluta que únicamente sirven como eslogan. Lo malo son los eslóganes, toda esa excelencia literaria con la que deslumbramos al desavisado. Cuando la vi, pedí que me la tradujeran. Lo hizo Nina y me propuse no descarriar las palabras, no desprenderme de la ilusión que me hizo escucharlas. De hecho hoy pensé en Twain, en un rato suelto del día. Pensé en si había algo extraordinario en todas las cosas que habían sucedido desde que puse el pie en el suelo. Elegí una - que no viene al caso reseñar ahora - y deseché otra - que tampoco convendrá hacer constar -. Hay días que no contribuyen a que nada los salve. Días que se arrumban, días de una vacuidad que desarma. Los otros, los que toca la gracia, son los que nos hacen continuar. Se levanta uno con la idea de que algo maravilloso va a suceder. No importa si a uno mismo o a quien tenemos cerca. Ojalá a quienes amamos, en todo caso. Uno incluso ama la posibilidad de llegar a amar. Se ama el amor, no su posesión exacta, no la propiedad que creemos tener de él. Por eso hay que estar alerta, mirar donde no se suele, escuchar con atención lo que normalmente no escuchamos, buscar dentro, no quedar en la periferia, en la piel expuesta, en las palabras hilvanadas unas a otras, como si no dijesen algo y se tuviese que agachar uno, olisqueando, braceando contra la corriente de significados rotos, los que no importan, los irrelevantes y los insulsos. A veces importa la presencia de las cosas, donde las ponemos, en qué lugar las dejamos para que los demás las aprecien. La frase de Twain, no mejor que otras, no la mejor de las frases, expuesta en la pared, en esloveno, me fascinó y me fascina todavía, ahora que noj la veo y solo dispongo de la foto que le hice. Nina me la tradujo. No me contó si los maestros de esa escuela la inculcaban a sus alumnos o se la aplicaban ellos mismos. Imagino que sí. Que harán ambas cosas. La llevarán como puedan, izándola como una bandera. Las palabras deberían ser las banderas en lugar de un trapo que meza el aire. Los países deberían ser también palabras. Hay que ir a una sala de profesores de un colegio esloveno para darse cuenta de que los países son las palabras de quienes los habitan. Incluso los sueños. Las palabras y los sueños juntamente, en una pared, para que lea el que llega y luego se decide a escribir. La escritura es un país también. Escribir es un ejercicio cívico.