Apenas una hora de nuestra partida desde el Valle del Dades por caminos empedrados nos topamos con los primeros nómadas del Atlas. Una madre con sus dos hijas y un burro caminaban montaña abajo en busca de agua y alimento. Algo me decía que ese día iba a ser un gran día de aventura fotográfica. Uno sentía que se adentraba en otra cultura, en una manera de vida diferente a la conocida en el mundo occidental, en un mundo de supervivencia.
Apenas kilómetro arriba vemos la primera cueva donde los nómadas viven. Hubo suerte ya que era la primera y última que vimos con "inquilinos". Una niña rodeada de corderitos y gallinas sentada al lado de su madre a pleno sol fuera de la cueva fue la primera imagen que ví y es la imagen que tengo grabada en mí memoria, algo que sólo había visto en algún documental en televisión, estaba viendo y viviendo la vida nómada.
Continuamos el camino hasta llegar al "campamento base". Las mulas que nos transportarían a nosotros y nuestro equipaje daban las espalda a unos niños que jugaban al fútbol en un campo de tierra al que le habían quitado las piedras más grandes para poder jugar y "marcar" las porterías.
Comenzamos la ascensión hasta el refugio por el cauce del Río M´Goun a pie. Reconozco que jamás me lo había pasado tan bien haciendo fotos. Fué una autentica aventura. De izquierda a derecha y viceversa era la manera menos dura de subir río arriba. En varios puntos el agua nos llegaba por la cintura. La fuerza con la que bajaba más de una vez nos dió algún pequeño susto que quedó luego en anécdota.
Por el camino nos topamos con varios poblados bereber. Sus gentes lavando la ropa y utensilios en el río, pequeñas canalizaciones artesanales para desviar el agua hacia sus pequeñas parcelas de cultivo, las mulas y caballos como medio de transporte, la falta de electricidad... todo ello nos hizo pensar que aquello que estabamos viendo era como vivían nuestros abuelos y antepasados.
Después de hora y media decidimos subirnos a las mulas ya que andar contracorriente a uno le iba dejando sin energía. Por el camino nos encontramos a Fátima, una alegre jóven bereber a la que llevamos hasta su poblado donde hicimos una parada para descansar y tomar un rico té.
Mientras Fátima nos preparaba el té dimos una vuelta por las cuatro casas que tenía el poblado. Apenas vimos personas adultas, casi todo eran niños sorprendidos por nuestra presencia. No están acostumbrados a que les visiten foráneos, y mucho menos cargados con cámaras fotográficas.
Cuando les enfocabas para realizar una fotografía se volvían tímidos, algunos giraban la cabeza pero no se tapaban como en otras partes del país. Daba la sensación que en su vida habían visto una cámara con sus propios ojos, estoy seguro de ello. Les enseñabas en la pantalla sus retratos y se reían, no paraban de hacerlo, como si nunca se hubieran visto a sí mismos.
Continuamos una hora más nuestro camino hasta llegar al refugio a más de 2000 metros de altitud. Una bonita cascada lo dividía en dos. A un lado el comedor y la cocina, al otro las camas, el baño y duchas. No había electricidad como ya he comentado antes. El agua se calentaba mediante un horno de leña.
Tras una breve parada para dejar el equipaje, Moha, el dueño del refugio nos hace subir de nuevo a las mulas para adentrarnos en las gargantas del M´Goun. Momentos de gran tensión se vivieron. Las mulas no se atrevían a continuar río arriba en algunos puntos ya que el fuerte caudal les llegaba por el cuello. Dolos y Carme, dos amigas que nos acompañaban se cayeron de la mula que compartían. Afortunadamente todo quedó en un susto. Como comprendereis tener documento gráfico de esta situación era imposible, bastante fué mantenerse encima de dicho mamífero.
El regreso al refugio no fue menos duro, a lo que hay que añadir que se hizo practicamente de noche. Ducha, cena, intento de foto a los astros frustrado por las nubes y a dormir. Al día siguiente comenzamos el camino de regreso. Más de tres horas y media teníamos por delante. A mitad del camino nos detuvimos para visitar la escuela que había en aquella comarca. Había dos clases, en una niños de hasta 10 años, en la otra los más mayores que no pasaban de 16 años. El joven profesor, que no tendría más de 30 años, era el mismo para ambas. Dos los idiomas que estudiaban, árabe y francés. Algunos de los alumnos recorrían de lunes a sábado más de cuatro kilómetros al día de escarpadas montañas para ir a la escuela, otros tantos para volver a casa.
Viendo al fondo el pueblo desde el que habíamos partido el día anterior nos encontramos a un niño y su madre que llevaba en su cabeza un cesto de ropa recién lavada. Muy amable nos preguntó qué haciamos allí. Sin duda la respuesta fue que habíamos disfrutado de un paisaje y una forma de vida con la que realmente sentimos haber regresado 150 años en el tiempo.