Quienes me conocen saben que soy una persona propensa a tomarle afecto a la gente. Es mi carácter. Hay amigos que me lo reprochan porque creen que encariñarse con alguien en este mundo artístico significa perder la perspectiva, y me advierten (no sin razón) de que muchos se acercan a mí por interés. ¡Como si yo no lo supiera! Pero eso no me impide congeniar o simpatizar con ellos. Además, no todos buscan algo; en más de una ocasión lo que era en principio una relación profesional ha terminado derribando esa barrera para convertirse en amistad. Y uno de los aspectos más satisfactorios de mi profesión es, en mi caso, poder mantener una relación amistosa con alguien a quien admiro. Es el caso de Marta Ribera, una artista con un talento extraordinario, que es un verdadero lujo en el reparto de cualquier musical. Ha nadado contracorriente en escenarios turbulentos y es, junto con otras figuras de su generación, mascarón de proa de un género que hoy navega viento en popa pero que tuvo que enfrentarse no hace tanto tiempo a muchos vientos en contra. Ha mostrado su calidad en espectáculos como West Side Story, Grease, Annie, Cabaret, Peter Pan, Hermanos de Sangre, Spamalot y, sobre todo, Jeckyll y Hyde. Probablemente fue su encarnación de Lucy su papel más comprometido y también el más destacado. La producción española, que dirigió Luis Ramírez, se estrenó a finales de septiembre de 2000 en el teatro Nuevo Apolo de Madrid. Al día siguiente entrevisté a sus autores, Frank Wildhorn y Leslie Bricusse, y los dos se deshicieron en elogios hacia Marta. Bricusse me llegó a decir que la escena de la muerte de Lucy había sido la mejor que habían visto nunca. Espero con impaciencia volver a ver a Marta en escena. Y mientras, me alegro de considerarme su amigo.
Quienes me conocen saben que soy una persona propensa a tomarle afecto a la gente. Es mi carácter. Hay amigos que me lo reprochan porque creen que encariñarse con alguien en este mundo artístico significa perder la perspectiva, y me advierten (no sin razón) de que muchos se acercan a mí por interés. ¡Como si yo no lo supiera! Pero eso no me impide congeniar o simpatizar con ellos. Además, no todos buscan algo; en más de una ocasión lo que era en principio una relación profesional ha terminado derribando esa barrera para convertirse en amistad. Y uno de los aspectos más satisfactorios de mi profesión es, en mi caso, poder mantener una relación amistosa con alguien a quien admiro. Es el caso de Marta Ribera, una artista con un talento extraordinario, que es un verdadero lujo en el reparto de cualquier musical. Ha nadado contracorriente en escenarios turbulentos y es, junto con otras figuras de su generación, mascarón de proa de un género que hoy navega viento en popa pero que tuvo que enfrentarse no hace tanto tiempo a muchos vientos en contra. Ha mostrado su calidad en espectáculos como West Side Story, Grease, Annie, Cabaret, Peter Pan, Hermanos de Sangre, Spamalot y, sobre todo, Jeckyll y Hyde. Probablemente fue su encarnación de Lucy su papel más comprometido y también el más destacado. La producción española, que dirigió Luis Ramírez, se estrenó a finales de septiembre de 2000 en el teatro Nuevo Apolo de Madrid. Al día siguiente entrevisté a sus autores, Frank Wildhorn y Leslie Bricusse, y los dos se deshicieron en elogios hacia Marta. Bricusse me llegó a decir que la escena de la muerte de Lucy había sido la mejor que habían visto nunca. Espero con impaciencia volver a ver a Marta en escena. Y mientras, me alegro de considerarme su amigo.