Tradicionalmente, estas elecciones suponen un duro revés, salvo contadas ocasiones, para el ganador de las presidenciales de sólo dos años antes. Y justamente con tal fin fueron pensadas por los padres constitucionalistas. Aquellos fundadores de la democracia de Estados Unidos estaban escarmentados de los poderes casi omnímodos de la monarquía inglesa y diseñaron todo un sistema de gobierno basado en contrapesos que equilibran el enorme poder que asume el titular de la presidencia. Esta reválida a mitad de mandato tiene ese objetivo: cuestionar el mandato presidencial, refrendando o castigando la gestión del partido del presidente, y condicionar, al heredar la composición de las Cámaras, la de su sucesor en el Despacho Oval. Por ello se eligen separadamente ambos componentes del poder, tanto del legislativo como del ejecutivo, para que se equilibren mutuamente.
Es difícil hacer conjeturas sobre estos comicios en unos momentos y en una sociedad caracterizados por la crispación y la división. Máxime si la campaña que ha ejercido el presidente Trump ha pivotado sobre las obsesiones que polarizan su mandato: el peligro que achaca a la inmigración y los supuestos beneficios económicos que dice deparan su desregulación medioambiental, el desmantelamiento de la protección sanitaria y su proteccionismo comercial. Asume Trump, pues, estas elecciones como una reválida a su gestión y en defensa de la misma desarrolla una campaña de marcado carácter personal, lo que le permite desviar la atención de las cuestiones y los perfiles de los candidatos que en verdad están en juego: 35 de los 100 miembros del Senado, los 435 escaños de la Cámara de Representantes y 36 gobernadores y otros cargos estatales.