Martes trece

Por Pitusandreu

De pequeño me gustaba mucho ir en bici por los caminos del pueblo con mis amigos, levantando nubes de polvo que enblanquecían las viejas encinas que se repartían en pequeños grupos de dos o tres a orillas de los estrechos caminos, ensanchados periódicamente por los forestales para llegar más rápido a apagar posibles incendios. Me gustaba cuando llegábamos cansados, quizá con algo de sangre ya seca en una pierna por un derrape mal solucionado, a cualquiera de nuestros cientos de rincones secretos donde escondernos, donde hincharnos de moras salvajes (“¿serán estas las venenosas o las que no?”), ¡salvajes!, o donde construir nuestras cabañas. Y luego ir a la fuente del pueblo o al lavadero público a pasarnos el calor bebiendo hasta doler el estómago y mojando todo el pelo, dibujando por nuestro cuerpo chorretones de todas las gamas de marrón y gris imaginables, y también algo de ocre si de verdad había sangre.

Y también jugaba con los clicks y los airgamboys, y me hacía arcos con sus flechas, y hondas que lanzaban piedras a decenas de metros (¡alguna incluso llegó casi a los cien!… creo).

Sí, yo tuve una infancia normal, pero hace muchos años, tantos que no pienso decir cuántos, uno de mis otros pasatiempos favoritos cuando estaba en casa de mis padres era rebuscar entre los libros y enciclopedias varias que mi abuelo tenía en su biblioteca. Sabía que si buscaba con atención siempre podría encontrar alguna sorpresa entre los libros. Eran sorpresas pequeñas, como aquellos títulos nuevos que nunca antes había visto, y que me parecía imposible que estuvieran allí de repente. ¡Yo me sabía casi de memoria todos los títulos que estaban a la vista en la habitación! Encontrarlos era algo casi mágico, porque esos libros tenían que estar siempre en el mismo sitio ya que mi abuelo era un fanático del orden en su reino de papel. Yo no leía esos libros nuevos. No me interesaban. Sólo quería descubrir los títulos que aparecían y desaparecían como por arte de magia. A veces, cuando me acuerdo de esos momentos, pienso que mi abuelo me espiaba desde la puerta, o desde detrás de uno de los cuadros, escondido en algún cuarto secreto que todavía hoy no he descubierto, y que sonreía satisfecho viendo cómo me sorprendía. Creo que esperaba a que me fuera para cambiar un par de libros de sitio y dejarme así un nuevo momento mágico preparado para otro día.

Cuando no había libros distintos, había enciclopedias que llamaban mi atención. Lo hacían de forma sutil, separándose uno de los volúmenes de la línea marcial que marcaban los demás, como si hubieran hecho un pequeño paso al frente. Era poca cosa, pero suficiente para destacar en ese mundo de orden en el que un pequeño cambio era como un grito en una misa. Y, por si no lo sabías, cuando coges una enciclopedia vieja, la pones encima de la mesa sobre su lomo y dejas que se abra sola, ella lo hace por la última página visitada. Es una especie de punto de libro natural, un ápice de memoria que toda enciclopedia vieja adquiere cuando la goma que pega sus páginas está ya bastante gastada. Mi abuelo debía saberlo, y por eso creo que también me preparaba sorpresas dentro de las enciclopedias.

Mi abuelo y yo nunca hablamos de todos los descubrimientos que hice en su castillo de libros, pero aunque nunca me lo confirmara sé que era cosa suya.

Ahora ya no hay tantos libros ni enciclopedias de papel a mi alcance, pero la costumbre de buscar sorpresas quedó. Y como para eso internet es un lugar fantástico, a veces me da por pensar que mi abuelo controla Google y la Wikipedia para que yo, sin saber cómo, me encuentre cosas como ésta: trezidavomartiofobia.

Ahí queda eso.

p.d.: gràcies, iaio.


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