La primera vez que me encontré con Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen California, 1916) debió de ser leyendo alguno de mis libros de Grandes novelas ilustradas, que –como ya he comentado en el blog– eran esos volúmenes de tapa dura que contenían diez adaptaciones de textos clásicos (normalmente de literatura juvenil) en treinta páginas de formato cómic. Eran los años 80 y las novelas adaptadas debían ser posiblemente Colmillo Blanco y La llamada de la selva. No fue, sin embargo, hasta 1995 cuando leí alguno de los relatos de London, concretamente los dos contenidos en uno de aquellos pequeños volúmenes de Alianza 100, titulado Por un bistec. El chinago. Y yo, que era entonces –1995– gran admirador de Ernest Hemingway, los disfruté bastante. Tras el pequeño libro de Alianza 100 busqué más libros de London. Si no recuerdo mal, quería comprar para las vacaciones de Navidad de 1995 el de Martin Eden, pero en aquel momento sólo encontré la edición de Alianza de El lobo de mar (1904). Ahora, tras haber leído Martin Eden (un libro que siempre tuve pendiente), sé que fue una pena que a mis veintiún años leyera El lobo de mar, un libro del que tengo un recuerdo grato, y no Martin Eden; porque si hubiese leído entonces Martin Eden, ahora, a mis treinta y ocho años, ese libro habría crecido conmigo como un referente absoluto. Leerlo en 2013 me ha gustado mucho y me ha emocionado profundamente, pero si lo hubiera hecho en 1995 lo habría convertido en un mito personal.
Acaba de ocurrir algo extraño: para escribir el párrafo anterior estaba consultando el archivador en el que llevo anotando los libros que leo desde 1986; y para buscar a Jack London me he ido directamente a las anotaciones posteriores a marzo de 1994, cuando me encontré con Charles Bukowski y su novela La senda del perdedor, lo que me llevó a abandonar la ciencia-ficción y el terror y a leer novelas más adultas. Y estaba convencido de que mi lectura de London era posterior, y por eso he escrito, en el párrafo anterior, que mi primera lectura de alguno de sus libros fue ese volumen de Alianza 100. Ahora sé que estaba equivocado, aunque he decidido dejar tal cual lo escrito más arriba: tras anotar la lectura de El lobo de mar he tratado de encontrar la referencia a John Barleycorn. Las memorias alcohólicas (1913), y, tras pensar que me había olvidado de anotarlo en su día, me he percatado de que lo leí en octubre de 1993, cuando pensaba que sólo leía ciencia-ficción o terror. Me ha resultado raro encontrarlo ahí, en esa etapa de mi vida, porque fue un libro que me impresionó mucho, un libro que aleja definitivamente a Jack London de la literatura juvenil, y que posiblemente prefiguró el camino para encontrarme con Bukowski. (No quiero hablar aquí de John Barleycorn, porque lo he releído tras Martin Eden y será la reseña de la próxima semana).
El deseo de encontrarme por fin con Martin Eden creo que se gestó en un hotel de Boston. Cuando en el verano de 2011 viajé a Estados Unidos, me llevé conmigo la Antología del cuento norteamericano, editada por Richard Ford; y una noche en Boston leí de un tirón el relato El fuego de la hoguera: un gran relato que releí el verano de 2012, al encontrármelo de nuevo en la antología Pioneros, Cuentos norteamericanos del siglo XIX. Cuando en este mismo verano de 2012 viajé a California, y visité la Oakland natal de London, la lectura de Martin Eden fue inevitable. Me regalé por Reyes el libro a mí mismo en la cuidada edición de Alba.
Martin Eden es un joven de veinte años, marinero de profesión, que de forma casual conoce a otro joven de clase social superior a la suya porque le salva de una pelea. Este último le invitará a cenar en su casa, donde Eden, sintiéndose profundamente torpe, se encontrará con la hermana del joven, Ruth. Ruth es una joven de veintitrés años, muy culta, de la que Martin Eden se enamorará perdidamente. Con la idea secreta de ser digno del amor de Ruth, Eden toma la decisión de conquistar el mundo de la cultura y de las ideas que le ha sido negado por su entorno pobre: es huérfano y empezó a trabajar a los once años. “Allí estaba la vida intelectual, pensó, y allí estaba la belleza... mucho más cálida y maravillosa de lo que él nunca había soñado. Se olvidó de sí mismo y miró a la joven con ojos hambrientos. Allí había algo por lo que vivir, algo que ganar, algo por lo que luchar...” (pág. 19).
Martin Eden, a pesar de su tosquedad, es un joven inteligente y decidido, que ya ha disfrutado de los libros de la biblioteca pública. Allí seguirá acudiendo para intentar mejorar su formación en campos como la literatura, la ciencia o la filosofía. Gran parte de la trama nos describirá esto: la lucha titánica de un chico inteligente de la calle, un trabajador manual de escasa formación, por conquistar el mundo de la palabra y las ideas. Martin Eden, tras sus primeros acercamientos a la cultura, sucumbe al descabellado sueño de convertirse en un escritor de éxito para ser digno de la refinada Ruth.
Quizás se pueda acusar al estilo de Jack London de poco sutil; los contrastes en los que quiere que el lector se fije están remarcados de forma obvia. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con el siguiente párrafo: “A la mañana siguiente, despertó de sus felices sueños para encontrar una atmósfera de vapores que olían a jabón y a ropa sucia, y en la que vibraba el ruido y el ajetreo de una vida de sacrificio. Al salir del dormitorio, oyó el chapoteo del agua, una exclamación de ira y un bofetón con el que su hermana desahogaba su irritación en uno de sus numerosos hijos. El alarido del niño le atravesó como un cuchillo. Era consciente de que todo, incluso el aire que respiraba, era repulsivo y mezquino. Cuán diferente, pensó, del ambiente de belleza y serenidad que reinaba en la casa donde vivía Ruth. Allí todo era espiritual. En casa de su cuñado todo era material, groseramente material”. Aunque las ideas sobre las que London quiere incidir estén muy claramente remarcadas, la propia fuerza de lo contado y la vehemencia con la que lo expresa acaban superando el escollo de un posible error narrativo y hacen de este uno de los rasgos más representativos de la obra. No hay aquí espacio para la sugerencia: una mano poderosa está depositando palabras verdaderas sobre la página en blanco, y es tanta la fuerza de lo contado que en muchas ocasiones es difícil no estremecerse ante ello (y sobre todo un aprendiz de escritor. Como dije antes, qué pena no haber contado con la compañía de Martin Eden a los veinte años).
El libro tiene un halo profundamente romántico: el amor guía a Eden en el sacrificio, en el camino hacia la lejana cumbre a la que aspira. “Abajo, donde él moraba, se hallaba lo más innoble, y Martin deseaba purificarse de toda la vileza que había manchado sus días, y alcanzar aquel reino sublime donde habitaban las clases altas” (pág. 75).
Pero, lógicamente, Martin Eden no podría ser un gran libro, un clásico de la literatura norteamericana, si sólo nos hablase de un chico de la calle que consigue convertirse en un escritor de éxito espoleado por el amor. La historia nos ofrece un giro más interesante cuando Martin Eden se alza verdaderamente hasta alcanzar el mundo de las ideas y de la belleza, donde creía que habitaban los burgueses, para darse cuenta de su error: “Así pensaba y continuó pensando Martin hasta que cayó en la cuenta de que la diferencia entre aquellos abogados, oficiales, hombres de negocios y cajeros de banco que había conocido y los miembros de la clase obrera radicaba en los alimentos que comían, la ropa que llevaban, los barrios donde residían. Desde luego, en todos ellos faltaba ese algo más que encontraba en sí mismo y en los libros” (pág. 269).
Para un joven con aspiraciones literarias, este libro debería ser como una biblia: “Vencerás a los directores de las publicaciones, aunque te cueste treinta y tres años conseguirlo. No puedes detenerte aquí. Tienes que seguir. Saber que hay que luchar hasta el final” (pág. 149).
Martin Eden se encontrará muy solo en el triunfo, rodeado de admiradores: “Valgo lo mismo que cuando nadie me quería. Y lo que me desconcierta es por qué me quieren ahora. Está claro que no es por mí, pues soy exactamente el mismo que antes repudiaban” (pág. 429).
Me gustaría finalizar esta entrada con el siguiente apunte: resulta sorprendente pensar en la gran influencia que ha tenido la figura de Jack London en la mítica literaria norteamericana. Como el chico humilde de Oakland, el trabajador manual atado a los catorce años a una máquina infernal, el joven delincuente (el pescador pirata de ostras a los quince años), el marinero, el buscador de oro, el autodidacta... marcó una de las líneas más claras de la narrativa de su país: para ser escritor debes primero acumular experiencias, vivir, salir ahí fuera y luego hablar sobre lo vivido. Una estela que han seguido escritores como Ernest Hemingway, Jack Kerouac, Charles Bukowski, Tobias Wolff, o incluso escritores latinoamericanos como Roberto Bolaño. Todos ellos son deudores de la obra de London, que conoció las esclavitudes de la pobreza y la riqueza, que lo vivió todo y que murió a los 40 años, dejando uno de los más bonitos cadáveres de la historia de la literatura. Da igual que vaya a cumplir dentro de poco treinta y nueve años, el adolescente que hay en mí opina que Martin Eden ha sido una lectura impresionante.