Mary Wollstonecraft. Vindicación de los derechos de la mujer.

Publicado el 26 noviembre 2011 por Alfredo


Censuras a algunos de los escritores que han hecho de las mujeres un objeto de piedad cercano al desprecio. Quedan ahora por examinar las opiniones engañosas sostenidas en algunas publicaciones modernas sobre el carácter y la educación femeninas, que han dado el tono a la mayoría de las observaciones más superficiales efectuadas sobre el sexo. 
Sección I
Comenzaré con Rosseau y presentaré un esbozo del carácter de la mujer con sus propias palabras, intercalando comentarios y  reflexiones. Es cierto que todos éstos brotan de unos cuantos principios básicos y se podrían deducir de lo que ya he dicho; pero se ha erigido la estructura artificial con tanta habilidad, que parece necesario atacarla de modo más detallado y aplicarme a ello yo misma. Sofía, dice Rosseau, debe ser perfecta en cuanto mujer como lo es Emilio en cuanto hombre y para  conseguirlo es necesario examinar que la naturaleza ha otorgado al sexo.
Entonces pasa a probar que la mujer debe ser débil y pasiva, puesto que tiene menor fortaleza corporal que el hombre; y de aquí infiere que se la formó para agradarle y someterse a él, y que es su deber hacerse agradable a su dueño. Éste es el gran fin de su existencia. No obstante, para dar cierta apariencia de dignidad a la lujuria, insiste en que el hombre no debe ejercer su fuerza cuando busque a la mujer para su  placer, sino depender de su voluntad.
Por lo tanto, deducimos una tercera consecuencia de la constitución, diferente de los sexos, que consiste en que el más fuerte debe ser el dueño en apariencia y depender, de hecho, del más débil, y que el hombre debe ser el más fuerte, no por la práctica frívola de la cortesía o de la vanidad del proteccionismo, sino por una ley invariable de la naturaleza que, al otorgar a la mujer una mayor facilidad para excitar los deseos de la que ha dado al hombre para satisfacerlos, hace al último depender del placer benéfico de la primera y le obliga a esforzarse a su vez por complacerla y ser el más fuerte para obtener su consentimiento. En estas ocasiones, la circunstancia más deleitosa que un hombre halla en su victoria es dudar si fue la debilidad de la mujer la que sometió a su fortaleza superior o si sus inclinaciones hablaron en su favor; también las mujeres en general se dan suficiente maña para que el asunto quede en duda. A este respecto, el entendimiento femenino responde perfectamente a su constitución. Lejos de avergonzarse de su debilidad, se glorían de ella; sus músculos tiernos no presentan resistencia; simulan ser incapaces de levantar las cargas más livianas y se sonrojarían si se pensase de ellas que son fuertes y robustas. ¿Qué propósito tiene todo esto? No es simplemente por aparentar delicadeza, sino toda una astuta precaución. Así proporcionan una excusa de antemano y el derecho a ser débiles cuando lo consideran oportuno.
He citado este pasaje para que mis lectores no sospechen que trastrueco el razonamiento del autor por sostener mis propios argumentos. Ya he afirmado que en la educación de las mujeres estos principios fundamentales conducen a un sistema de astucia y lascivia. Si suponemos que la mujer ha sido formada sólo para complacer al hombre y someterse a él, la conclusión es justa. Debe sacrificar cualquier otra consideración para hacérsele agradable y dejar que su deseo brutal de autoconservación sea el manantial de todas sus acciones, si se prueba que es el cauce férreo del destino, y para amoldarse a él su carácter debe estirarse o contraerse, sin tener en cuenta cualquier distinción físico o moral. Pero si, como creo, puede demostrarse que los principios de esta vida, considerada como un todo, se hallan subvertidos por las reglas prácticas levantadas sobre esta base innoble, se me podría permitir dudar que la mujer haya sido creada para el hombre; y aunque se alzara contra mí el clamor de la irreligiosidad o incluso del ateísmo, simplemente declararía que aunque un ángel del cielo me dijera que la bella cosmogonía poética de Moisés y la narración de la caída del hombre eran ciertas al pie de la letra, no podría creer lo que mi razón me presenta como despectivo hacia el carácter del Ser Supremo; y como no temo tener al demonio ante mis ojos, me aventuro a llamarlo sugerencia de la razón, en lugar de apoyar mi debilidad en los amplios hombros del primer seductor de mi sexo frágil. (…)
Mary Wollstonecraft (1994):  Vindicación de los derechos de la mujer. Ediciones
Cátedra, S.A , Pág 215-217