Desventuras de un veterano coracero de los Tercios resucitado en el Madrid de mediados de los 50 para ser explotado como atracción por un periodista sin escrúpulos, nada menos que el perpetuamente canallesco Fernando Sancho. Adaptación de un original de Torcuato Luca de Tena escrito al alimón por este y el temible Vicente Escrivá y dirigido con la solidez, elegancia e incluso atmósfera, acostumbrada en aquellos años por Rafael Gil. Lamentablemente el tono de comedia con coartada fantástica del primer tercio da paso a un altisonante melodramatismo ya totalmente asumido en su final, con ínfulas de romanticismo de ultratumba y todo. Curiosa y tampoco despreciable, con el placer añadido de ver a Fernando Fernán-Gómez componer un personaje formidable en cualquiera de los tonos y al bien pertrechado cuerpo de característicos, el cual incluye genios de la brevedad como Antonio Riquelme, Manuel Requena o Félix de Pomés, por siempre Robinsón de Mantua.
La sempiterna historia fatalista del hombre de armas incapacitado para huir de un pasado que lo persigue tratada con ejemplar solidez en este western psicológico de presupuesto ajustado pero notables pretensiones. Ritmo un tanto fúnebre y exceso de diálogos, ramalazos melodramáticos, prurito psicoanalítico y hábil empleo metafórico/simbólico, tanto de la doma de caballos como del juego para subrayar la lucha paterno-filial y la infalibilidad del destino. La dirección del reivindicable Levin deja detalles de puesta en escena remarcables y momentos de gran fuerza, mientras la fotografía en blanco y negro proporciona todavía mayor solemnidad a un conjunto engalanado por un formidable reparto, que por un lado contrapone el sinuoso estilo de Jack Palance con la moderna neurosis de Anthony Perkins y por otro les enfrenta a, nada menos que, Neville Brand, Lee Van Cleef, Elisha Cook. Jr., Claude Akins o Robert Middleton.
El recurrente enfrentamiento entre una mente racional y las circunstancias y poderes sobrenaturales plasmado por Tourneur de acuerdo a su estilo elíptico, atmosférico y sugestionador, todo la cual da lugar, no ya a una de las obras mayores de tan singular autor, sino a la obra maestra del cine esotérico/nigromante. A la vez irónica y fascinada, repleta de detalles extraños y poseída por una capacidad indescriptible para catalizar lo inquietante (un pasillo convertido en una amenaza angustiosa solo mediante el uso de la planificación y el sonido, la larga secuencia en la cual el villano parece vestido como un payaso, contraste del cual saltan chispas de verdadero genio), magníficamente escrita y con unos intérpretes ideales, desde el estoicismo de Dana Andrews a la energía de Peggy Cummins, pasando, claro está, por la genial creación de Niall MacGinnis.
Un film que, en cierto modo, recoge el mismo zeitgeist de obras maestras como A quemarropa de John Boorman o Koroshi no rakuin de Seijun Suzuki pero con una talento infinitamente menor (pero que muy infinitamente menor). Es decir, un argumento/esquema arquetípicamente negro (en este caso con incrustaciones de espionaje) deconstruido según una lógica estilizada y pop, que en el caso del film de Lemke se revela abiertamente caprichosa y definitivamente tedioso. Influencias (atragantadas) “wellesianas”, sorpresivos parentescos “franquianos” y curiosas anticipaciones “jarmuschianas” entre horribles no-interpretaciones y ocasionales aciertos parciales (principalmente su memorable banda sonora y momentos de cámara interesantes) para un invento hijo de su tiempo, para bien y para mal, que solo despierta interés cuando supedita su lógica interna a un lenguaje más cercano al cómic que al cine.
Comedia de costumbres satírico-sexual emprendida por Fernán-Gómez sobre un original de José Alonso Millán a mayor gloria de si mismo y de su espectacular esposa en aquel entonces Analía Gadé, los cuales interpretan a tres personajes diferentes cada uno en sendos sketches que tiene como epicentro un cabaret y las relaciones que allí se entablan al ritmo de la música de Pedro Iturralde. Menos divertida de lo que se pretende y también más superficial, aunque no le falten aciertos en cuanto a observación, cierta agudeza e incluso amargura, se resiente de una teatralidad/verborrea a todas luces excesiva y se sostiene principalmente gracias a la genialidad de los dos intérpretes. Por lo demás reseñar ciertos hallazgos cromáticos y pop que en los que el autor abundará en otros títulos (la superior “Crimen imperfecto”, por ejemplo) y que en cierto modo lo emparentan con su compinche Jesús Franco, intermediación aparte de figuras compartidas por ambos como los peculiares Tibor Reves y Juan Estelrich.
Otro western barato de los primeros 50 con la particularidad de contar con dirección del gran Don Siegel y un argumento, giros e incluso personajes (hasta voz over) que lo mismo hubieran servido para un thriller. Así la más que vista historia de la banda que expolia a mineros y su consecuente venganza personal se ve animada por la incursión de un personaje femenino cual femme fatal que a punto estará de hacer fracasar al héroe de turno. No mucho más pero todo agradable gracias a la energía de la puesta en escena, las bondades del color, algún que otro personaje pintoresco (el tal Johnny Sombrero, por ejemplo) o la presencia de dos morenas “b” tan agradables como Faith Domergue o la “cormaniana” Susan Cabot (más un breve papel para un ya magnético Lee Marvin) cruzando amoríos y traiciones con el dúo masculino: el soseras Stephen McNally, ya muy cascado, y un juvenil Audie Murphy igual de inexpresivo que siempre.
Inspirada en el folletón de Eugène Sue Los misterios de París un film rico en cuanto a vestuario, decorados y color, es decir lo accesorio, pero carente de lo sustantivo, esto es: brío, atmósfera, humor, emoción o misterio mismo. En total las correrías del noble marques de Sombreuil desfaciendo entuertos lo mismo en cavas que salones interpretado por Jean Marais con su derroche habitual de apostura e inexpresividad a las órdenes (es un decir) del átono Hunebelle. Tediosa e interminable, solo se anima un tanto en su tercio final y apenas cuenta con alicientes, apenas un par de momentos por encima de lo anodino y el siniestro personaje de “El maestro de escuela”, el peor rufián de todo París, único elemento capaz de infiltra algo de vibración a este pez muerto con forma de película.
Un spaghetti-western de vena humorística en coherencia con la personalidad de su protagonista, Giuliano Gemma, como alternativa pícara y relajada a otros divos del género. Prefigura el futuro giro paródico a través de una pareja de clowns clásicos, formada por el propio Gemma y el genial Mario Adorf en su rol habitual de bruto noble de pocas luces, haciéndose perrerías mientras escapan de una sanguinaria banda de forajidos comandada por el siempre maligno Federico Boido (y en último termino por el inquietante Anthony Dawson, en breve reunido de nuevo con Adorf en el excéntrico western abstracto de Roland Klick, Deadlock). El conjunto es un film simpático aunque muy menor, con rasgos tan curiosos como la aparición de una feria de fenómenos u otros melancólicos, que son potenciados por la maravillosa banda sonora de Morricone y por el silbido de Alessandro Alessandroni. El breve concurso de la fantabulosa Magda Konopka se agradece y Petroni no deja de ser un director a considerar, con una aportación interesante al eurowestern, entre otras la extraña La notte dei serpenti.
Un trabajo simpático y de fácil visionado que vendrá a ser una variación sofisticada sobre títulos como Saw o incluso la apreciable Cube, en su voluntad de juego de ingenio entre el sadismo (culterano en este caso), el desafío y la broma macabra. Cayendo en todo tipo de inconsistencias (principalmente reiteraciones innecesarias) propias de la inexperiencia y pese a que el resultado final sea más superficialidad que conseguidamente abstracto supone un intento diferente en el panorama de los debutantes españoles (y del cine español casi en general), hecho de frente al público, bien interpretado y puesto en escena con cierta elegancia (aciertos de estenografía y color incluidos).
Una de las olvidadas joyas de ese descomunal talento de lo mínimo que fue Ulmer. En este caso una mixtura de romanticismo enfermizo y expresionismo plástico con el fondo de una historia de amor y psicopatía entorno a un pintor impelido a estrangular a las modelos que pinta. Atmosférico e irrealista, apoyado limpiamente en la genial creación de John Carradine como asesino elegante e imperturbable, el conjunto es una delicia con miles de aberturas conceptuales y formales, desde el fetichismo erótico al folletín tétrico, envuelto todo ello en una fotografía táctil de puro denso.
Ambientada en una Alemania tirando a mesetaria uno de los títulos más extravagantes del esplendor del terror de pipas organizado entorno a una excusa fantacientífica de lo más sugerente: tras un accidente fatal un hombre particularmente castigador (Manuel De Blas) verá su cerebro trasplantado al cuerpo felino de la angulosa Alexandra Bastedo. A partir de aquí las posibilidades se disparan y, por desgracia, la indefinición tonal preside un conjunto que, sin decidirse por ninguna, juguetea con las posibilidades paranoicas, el relato con mad doctor (un Narciso Ibáñez Menta tan genial como breve), el thriller, el delirio sadiano/psico-sexual o hasta el comentario feminista/social. Pese al batiburrillo general la película cuenta con aciertos y detalles de toda índole (la audaz sustitución de Alexandra Bastedo por Manuel De Blas en los momentos de mayor acoso sexual), con una puesta en escena más sólida de lo acostumbrado por el Klimovsky de la época y con el placer añadido de encontrar talentos tan desaprovechados como los de María Silva o José Guardiola en cometidos mínimos.
Mixtura de comedia excéntrica y parodia del melodrama criminal de inspiración británica acometido por Rafael Gil durante su mejor época profesional de acuerdo al célebre original de Jardiel Poncela y a mayor gloria de dos de los divos principales de “la antorcha de los éxitos”, Rafael Durán y Amparito Rivelles, un año después reunidos en el no menos exitoso drama de levita El Clavo. Así, mientras los protagonistas viven su arrebatado drama tal que si todo fuera serio, a su alrededor revolotean una serie de gloriosos secundarios sumidos en el puro nonsense, con esa familia Briones a la cabeza, auténtico epítome y elogio de la extravagancia. Vertiginosa y con aciertos de todo tipo en cuanto a escenografía y puesta en escena (la secuencia de la llegada del nuevo criado, divertidísimo Juan Calvo, a la caótica casa de los Briones se resuelve con una planificación espectacular), el ritmo cómico se resiente de tanto en tanto pero su increíble equipo de característicos lo sostiene como si tal cosa, con mención especial para glorias como Guadalupe Muñoz Sampedro, Joaquín Roa, Alberto Romea o el fiel del autor, Juan Espantaleón.