Más Chandler y menos Chomsky

Publicado el 27 diciembre 2014 por Carlos López Díaz @Carlodi67
Uno de los ingredientes esenciales del género negro, tanto en el cine como en la literatura, es eso que suele llamarse crítica social. De ahí a postular que esa modalidad de relato policíaco es intrínsecamente de izquierdas hay un paso tan fácil como falso. Una cosa es reflejar las miserias morales de la clase adinerada, y otra muy distinta utilizar ese reflejo para arremeter contra los mercaos. Para esto último, no basta con que la ideología del autor se preste a ello, sino que además debe estar dispuesto a subordinar a ella los criterios estéticos.
Dashiell Hammett coqueteó con el comunismo, pero por lo que recuerdo, eso no se notaba lo más mínimo en sus novelas, pulcras descripciones objetivas de hechos y diálogos, inspiradas, según dicen, en las sagas islandesas, relatos medievales que sorprenden aún hoy por su total ausencia de valoraciones y juicios explícitos. Pero es que Hammett fue un genio, y sus novelas son un goce que sobrepasa el ámbito del género.
Quien fijó verdaderamente el género negro, tal como se sigue cultivando en la actualidad, fue Raymond Chandler, con su inolvidable novela El sueño eterno. La narración del detective en primera persona, el gusto por la descripción somera pero brillante de vestuario y escenarios, las reflexiones personales del protagonista, sin pretensiones, pero cumpliendo una inequívoca función estética, especialmente como remate de la novela, y la hábil explicación final, proporcionando la información justa para que el lector deduzca por sí mismo el resto, se reconocen con facilidad en los cultivadores de nuestros días.
El problema surge cuando algunos autores pretenden aprovechar la forma chandleriana para verter opiniones que no le interesan a nadie, especialmente si son las del montón, o sea, las progres. Como he dicho antes, no es algo que dependa sólo de la ideología del autor. Vázquez Montalbán era comunista (qué le vamos a hacer; y Céline era nazi) pero su serie de novelas protagonizadas por el detective Pepe Carvalho tenían la encomiable virtud de eludir colarnos monsergas directas, salvo que la memoria me falle. (La obra maestra de la serie tal vez fuera Los mares del Sur.) Por supuesto, la pintura de los personajes y situaciones dejaba entrever sin dificultad las inclinaciones políticas del autor, pero este no ofendía la inteligencia del lector formulándolas explícitamente. No nos soltaba su opinión como el cuñado que aprovecha aviesamente la sobremesa para ilustrarnos con sus originalísimas ideas de consumidor de tertulias televisivas o radiofónicas.
Recientemente me he propuesto leer la serie de novelas policíacas de Lorenzo Silva, protagonizadas por el sargento de la Guardia Civil Rubén Bevilacqua y su ayudante Virginia Chamorro. De momento he despachado las dos primeras, El lejano país de los estanques y El alquimista impaciente. Son muestras apreciables del género, que se leen con gusto. Pero, ay, a Lorenzo Silva le tienta demasiado opinar a través de su alter ego Bevilacqua, uno de los mayores pecados de un novelista.
En la última novela mencionada hay un ejemplo paradigmático, que permite ilustrar lo que pretendo decir. En el capítulo 12 Silva nos describe a un cínico personaje, llamado Egea, que trabaja al servicio de un hombre muy rico, sobornando políticos para obtener contratos, y especulando con la recalificación de terrenos. Y el tal personaje se expresa en estos términos:
"Nunca le quitamos nada a nadie. Puede que otros quisieran ganar el dinero que ganamos, pero si lo hicimos nosotros fue porque anduvimos más vivos. La libre competencia, que se llama. El cimiento de nuestra sociedad."
¿Libre competencia, sobornar políticos y beneficiarse de las limitaciones que estos imponen a la propiedad del suelo? Bueno, tal vez el autor sólo pretenda mostrar cómo algunos tergiversan el sentido de las palabras para justificar su bribonería. Pero esta explicación piadosa queda desmentida tres líneas más abajo, cuando el sargento Bevilacqua nos expone su opinión de la libre competencia:
"Por mi parte, desisto de creer en la libre competencia hasta el día en que los niños de Liberia puedan aspirar a viajar a Disneylandia, en lugar de tener que defender su vida con un M-16. Pero Egea recibía por la parte ancha del embudo, y seguramente le gustaba pensar que lo merecía."
Relacionar la libre competencia con la guerra es reincidir, agravándolo, en el oxímoron de asociar libertad de mercado con el tejemaneje político. Y aludir a embudos revela a las claras los estragos que ha causado y sigue causando la falacia de la suma cero (si unos ganan, otros tienen que perder, supuestamente). Pero ponerse sentimental con la alusión a Disneylandia ya es un empalago excesivo. Seré un desalmado, pero yo me conformo con que los niños africanos puedan ir a la escuela y tengan acceso a atención médica y antibióticos. Y una de las cosas que más contribuiría a ello sería levantar las barreras al libre comercio, es decir, profundizar en la libre competencia.
Lorenzo Silva trata de mostrarnos una Guardia Civil moderna, que ha pasado de perseguir a gitanos y robagallinas a ser implacable con los ricos. Quizá sea un progreso, pero a mí me tranquilizaría más saber que los agentes del orden no abrigan ideas de revanchismo social, sino simplemente de justicia y de verdad objetiva, sin aditivos ideologicos. Y que cada cual saque sus propias conclusiones, como en las buenas novelas, exentas de moralina impertinente.