Y es que a la soñada Europa le sucede como a la democracia, que cuando es lograda y vivida rutinariamente se vuelve antipática, poco estimulante y genera frustración al no satisfacer todas las expectativas que su ausencia despertaba, y porque no consigue resolver todos los problemas que preocupan a los ciudadanos, aunque ofrezca más medios y posibilidades para ello. Ambas realidades sucumben al éxito de su consecución y hacen que luchar por la democracia o intentar pertenecer a la UEmovilice e ilusione más que coronar tales metas. Es así por lo que la UEvive en la actualidad una crisis de confianza que hace que muchos ciudadanos desencantados busquen en las soluciones fáciles de los populismos y los nacionalismos excluyentes las respuestas que les niegan las instituciones europeas y la propia democracia, cuando una y otra lo que ofrecen es una mayor responsabilidad para el propio desarrollo, desde las premisas de la libertad y la igualdad de oportunidades a individuos y colectivos. El riesgo a una involución y hasta a un fracaso del proyecto conjunto es hoy más patente y plausible que nunca, gracias al portazo del Reino Unido, materializado con ese Brexit ya puesto en marcha tras 44 años de pertenencia, y la existencia, en el seno de la UE, de partidos xenófobos, racistas y aislacionistas que agitan en sus respectivos países la bandera de la desintegración europea. Es, por tanto, un 60º aniversario agridulce para la UE., aun cuando tiene mucho que celebrar.
El segundo motivo de desafección lo provoca la crisis migratoria a la que Europa, como ente unitario, no ha sabido responder como cabría esperar atendiendo a sus propios valores éticos. Ni la igualdad, ni la solidaridad, ni los Derechos Humanos presidían las contradictorias medidas adoptadas para hacer frente a oleadas de refugiados que llamaban –y continúan llamando- a las puertas de la UEen busca de socorro y protección. El miedo a la infiltración de terroristas en el continente –cuando los radicalizados que han cometido atentados ya eran ciudadanos europeos- y el egoísmo de los que temen perder sus privilegios si sientan a más comensales en la mesa, constituyen la fuente de desavenencias que impulsaron a levantar alambradas fronterizas entre países de la Unión para impedir el trasunto de inmigrantes y, en último término, la firma de un acuerdo vergonzante con Turquía -ni país miembro ni respetuoso con los Derechos Humanos- para que acogiera a esa avalancha de refugiados solicitantes de asilo, previo pago en metálico de un sustancioso canon económico. La agitación de una oportuna victimización propia y la propalación del estigma delincuente del inmigrante –o de cualquier “otro”- hicieron posible la proliferación de populismos xenófobos y hasta racistas que hacen tambalear la cohesión interna y el proyecto común de una Europa cada vez más desunida que olvida su alma social cuando las circunstancias exigen lo contrario.
Celebrar 60 años de un proyecto tan complejo y ambicioso como el de una Europa unida, aun en su imperfección, cuando esta región del mundo se ha comportado siempre con desunión, enfrentamientos mutuos e intereses contrapuestos desde los tiempos del Imperio Romano hasta ayer, es un triunfo que hay que subrayar y apoyar con más ahínco, si cabe. Que en el solar donde se libraron las mayores guerras mundiales y se padecieron los estragos imperiales de unos y otros, se esté elaborando un prudente modelo de convivencia y concordia con el declarado propósito de la paz y el bienestar para todos, sin distinción, desde hace sólo 60 años, debería ser motivo de orgullo y satisfacción para los que tenemos la suerte de pertenecer a Europa y sentirnos europeos. Con todos sus defectos y carencias, es la región del mundo más civilizada, democrática y justa del planeta. ¡Ojalá no lo echemos a perder!