Es conocido que el tránsito en la ciudad de México es bastante caótico. Un trayecto que en una situación normal se podría hacer en tan sólo quince minutos, durante las horas punta puede tardar hasta tres o cuatro veces más. Una de las soluciones para atacar este problema es el Metrobús, un sistema de autobuses articulados que cuentan con carriles exclusivos en las principales arterias de la capital mexicana, lo que les permite reducir drásticamente los tiempos que tomaría hacer los mismos recorridos en taxi o transporte particular.
Una característica peculiar es que cuentan con un coche de uso exclusivo para mujeres, niños y discapacitados. En las mañanas en que la muchedumbre se estruja por encontrar un lugar, las féminas agradecen que al menos a su lado no se encuentren con un mañoso que se quiera aprovechar de la situación. ¿Pero qué pasa si una pareja quiere hacer uso del Metrobús? ¿En qué coche suben? Una colega de trabajo me dio su particular visión: “Yo subo en el mío y él en el suyo; ya es demasiado con estar juntos en casa”. Al parecer, preservar la relación conyugal es uno de beneficios no explícitos de este medio de transporte.
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Como este es un año electoral, los principales partidos mexicanos se esmeran en presentar sus mejores propuestas en pos del voto de los ciudadanos. Uno de los que más publicidad están haciendo son los del Partido Verde. Sus anuncios radiales se escuchan a toda hora y casi no hay valla en la ciudad en la que no se muestren los logros que alegan haber cumplido.
Pero lo que menos uno se espera es ver sus spot publicitarios en el cine. Mientras esperas con impaciencia el inicio de la película, aparece un anuncio en la que una sobreactuada familia, con alto tono lacrimógeno, se lamenta que no se haya podido aprobar la pena de muerte. “¡Ay qué miedo! ¿Y si salen de la cárcel?” se pregunta una compungida madre a lo que su hijo le responde de manera resuelta “¡140 años es una cadena perpetua!”. Finalmente el padre, que ha sobrevivido a un secuestro, se consuela con rabia: “Al menos se morirán en la cárcel”. Como para quebrarte el éxtasis o sonreírte con asombro.
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A todos les pasa que cosas que antes no percibías empiezan a verse en todas partes a partir de que lo materializas por primera vez. Me explico. No me había dado cuenta de la cantidad de locales de masajes –de los de verdad, no de los que te ofrecen “final feliz”- que pueden haber en la ciudad, en los aeropuertos o incluso en plena calle. Sólo me di cuenta de ellos a raíz de un fuerte dolor que tuve en la parte superior izquierda de la espalda.
Recién aterrizado en Monterrey, me fui a caminar a la Macroplaza, un amplio espacio público con áreas verdes, museos y edificios estatales. En un extremo de la plaza me llamó la atención un grupo de fisioterapeutas que ofrecía sus servicios al aire libre. “Pase por aquí que hay más sombra” me invitó un rengo de fuertes brazos. “Hay mucha tensión” me dijo cuando presionó sus dedos sobre mi lastimada región. En los siguientes veintitantos minutos, el masajista se enfrentó a uno de los nudos más difíciles de su carrera. O eso fue lo que me pareció. El tipo jadeaba, se acaloraba y ponía toda su energía en relajar mi contractura muscular. Cuando dudaba si había hecho bien en aceptar su oferta –el dolor se había hecho cada vez más agudo- dio por terminaba su faena con la frase “si querías más suave le hubieses pedido a tu mujer”. Le pagué y le sonreí la gracia con poca sinceridad. Sin embargo, con el correr de los días, la sesión fue muy efectiva. A día de hoy, mis molestias en la espalda son parte del pasado.
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El Parque Fundidora es uno de los mayores atractivos de Monterrey. Es un buen ejemplo de cómo reconvertir una instalación industrial en un espacio público dinámico y al servicio de la ciudadanía. En sus terrenos se ubicó durante casi todo el siglo XX una de las siderúrgicas más importantes de México, en el que trabajaban miles de regiomontanos que de la noche a la mañana se quedaron sin su centro de labores debido a la crisis que lo dejó en bancarrota en 1986.
Uno de los tres hornos en el que se fundía el acero es el único que se mantiene en pie, transformándose en un museo interactivo donde se muestra el proceso para la creación del metal y parte de lo que fue la historia de la fundidora en sus diversas épocas. El guía que nos acompañó en el recorrido nos contó una de las leyendas más impactantes del lugar: “Para fundir el acero se necesitan altísimas temperaturas y la protección de los trabajadores no siempre fue la más adecuada. Una vez, uno de los contenedores se volcó sobre varios obreros que en el momento quedaron totalmente calcinados. Se dice que para que los familiares pudieran velar a sus muertos se les entregó un lingote del acero forjado a partir de sus cenizas”. “Todavía no lo he podido corroborar” nos dijo el guía con la intención de aflojar nuestros rostros de consternación.
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