A la mayoría de mis amigos les ha sorprendido que no haya seguido el último fenómeno televisivo: Masterchef. Viendo los datos de audiencia, debo haber sido uno de los pocos. Con toda la humildad: hay quien considera que cocino bien, pero no creo que lo mío sea para tanto. Como mucho, soy un “cocinillas”, medio domino tres o cuatro platos que me quedan resultones, el resto es cocina de batalla –que realmente es la cocina que más consumimos-. Reconozco que no me cuesta cocinar, que lo hago prácticamente a diario, que en multitud de ocasiones me relaja, me entretiene, que no me desagradan la mayoría de sus tareas, desde la compra de los ingredientes hasta la limpieza de los utensilios. Para escribir este artículo he tenido que recurrir al enlatado, he visto algunas entregas de Masterchef, bonita cocina, buenos ingredientes, muchos nervios, incluso ansiedad. No soy humilde, soy sincero: yo no tengo, ni de lejos, el nivel de los concursantes de esta recién acabada primera edición. Entiendo que estoy en la media, en esa media de españoles que nos hemos acercado a la cocina en las últimas décadas, puede que se tratara de una expresión más de eso que conocimos como estado del bienestar, y que parece haber desaparecido como si nunca hubiese existido. O sea, uno de esos tantos españoles que nos criamos con caldo de cocido, croquetas de pringáy lentejas con chorizo y que los años y las modas nos han sorprendido con el sushi, las hamburguesas con guacamole o la cebolla caramelizada, del mismo modo que hemos pasado, casi sin darnos cuenta, del futbolín a la wii, de la Basf desimantada al mp3 y de la cabina con cola al teléfono móvil con cobertura 3G. He de reconocer que me han sorprendido las habilidades de algunos concursantes, que bien podrían trabajar en los mejores restaurantes sin desentonar. Sin embargo, creo que hoy se merecen mayor reconocimiento todas esas miles de masterchefs, porque la mayoría son mujeres, que con unos pocos cientos de euros al mes visten y alimentan a sus familias. Esas masterchefs, seguro que usted conoce alguna, con unos trozos de pollo, dos patatas, cuatro zanahorias y un puñado de garbanzos te preparan un sigue leyendo en El Día de Córdoba
A la mayoría de mis amigos les ha sorprendido que no haya seguido el último fenómeno televisivo: Masterchef. Viendo los datos de audiencia, debo haber sido uno de los pocos. Con toda la humildad: hay quien considera que cocino bien, pero no creo que lo mío sea para tanto. Como mucho, soy un “cocinillas”, medio domino tres o cuatro platos que me quedan resultones, el resto es cocina de batalla –que realmente es la cocina que más consumimos-. Reconozco que no me cuesta cocinar, que lo hago prácticamente a diario, que en multitud de ocasiones me relaja, me entretiene, que no me desagradan la mayoría de sus tareas, desde la compra de los ingredientes hasta la limpieza de los utensilios. Para escribir este artículo he tenido que recurrir al enlatado, he visto algunas entregas de Masterchef, bonita cocina, buenos ingredientes, muchos nervios, incluso ansiedad. No soy humilde, soy sincero: yo no tengo, ni de lejos, el nivel de los concursantes de esta recién acabada primera edición. Entiendo que estoy en la media, en esa media de españoles que nos hemos acercado a la cocina en las últimas décadas, puede que se tratara de una expresión más de eso que conocimos como estado del bienestar, y que parece haber desaparecido como si nunca hubiese existido. O sea, uno de esos tantos españoles que nos criamos con caldo de cocido, croquetas de pringáy lentejas con chorizo y que los años y las modas nos han sorprendido con el sushi, las hamburguesas con guacamole o la cebolla caramelizada, del mismo modo que hemos pasado, casi sin darnos cuenta, del futbolín a la wii, de la Basf desimantada al mp3 y de la cabina con cola al teléfono móvil con cobertura 3G. He de reconocer que me han sorprendido las habilidades de algunos concursantes, que bien podrían trabajar en los mejores restaurantes sin desentonar. Sin embargo, creo que hoy se merecen mayor reconocimiento todas esas miles de masterchefs, porque la mayoría son mujeres, que con unos pocos cientos de euros al mes visten y alimentan a sus familias. Esas masterchefs, seguro que usted conoce alguna, con unos trozos de pollo, dos patatas, cuatro zanahorias y un puñado de garbanzos te preparan un sigue leyendo en El Día de Córdoba