Imagino a Giovanni paseando tranquilamente por su barrio del Borgo, tras jubilarse, siendo observado por todos. Había tenido dos trabajos. Con su mujer pintaba sombrillas que vendía a los turistas que visitaban Roma. Pero ese era el otro trabajo. En la ciudad todos le conocían por ser un funcionario muy particular del Vaticano. Había empezado a trabajar para el papa Pío VI a los 17 años; se jubiló, con Pío IX, a los 85 años, con una pensión de 30 escudos anuales, generosa para 1865.
Era famoso, su trabajo era público e intuyo que tendría admiradores y detractores. Giovanni Battista Bugatti, conocido por toda Roma como ‘Mastro Titta’, trabajó 68 años, de 1796 a 1865, dejando tal huella que su apodo se convirtió en la ciudad en sinónimo de su profesión. También dejó 516 cadáveres, a los que mató de uno en uno y a la vista de todos. El bueno de Giovanni era el verdugo del Papa.
Era un tipo versátil. Durante su carrera profesional utilizó varios métodos: la maza, con la que aplastaba la cabeza del reo, el hacha o la horca. Cuando las tropas napoleónicas entraron en Roma, en 1798, trajeron con ellas la última tecnología en ejecuciones, La Guillotina, a la que Bugatti, como buen profesional, no se pudo resistir. De hecho, fue durante el periodo de dominación francés del Vaticano cuando el trabajo del Mastro Titta se multiplicó. A los delincuentes comunes se añadieron los políticos. Y bien es sabido que cuando empiezan a brotar, los presos políticos se multiplican por algún motivo que no logro entender.
El tratamiento adecuado al paciente
Como mandaban los cánones y en aras de la instrucción pública, una vez ejecutado el reo, Bugatti exhibía su cabeza, paseándose por el cadalso para que nadie perdiera detalle. Eso lo cuenta Charles Dickens, que como Lord Byron tuvieron el privilegio de verle decapitar en directo. Dicen que según el tipo de delito del reo, el Mastro Titta empleaba más o menos brutalidad. A los acusados de crímenes especialmente crueles o asesinos de clérigos, una vez muertos los descuartizaba y repartía sus pedazos por el cadalso.
No hay sarcasmo en dichas expresiones, más bien parece una manera de alejarse emocionalmente de las muertes que causaba. Bugatti probablemente se repetía aquello de “alguien tiene que hacerlo” y que no era él quien los condenaba. Solo era el brazo ejecutor de otros, de la autoridad, lo que me lleva a recordar el célebre experimento de Milgram.
Antes de juzgar a Giovanni también hay que tener en cuenta el contexto. En aquella época eran normales las ejecuciones públicas, como hoy lo es para mucha gente que un enfermo no sea tratado si no puede pagar el tratamiento. Las ejecuciones eran un espectáculo público, sustituido hoy día, gracias a dios, por ciertos programas televisivos. Bugatti era famoso, se escribieron poemas sobre él, se hicieron canciones. Cuentan que era costumbre que los padres llevarán a sus hijos a las ejecuciones y que en el mismo instante en que la cabeza del reo se desprendía de su cuerpo abofetearan a su vástago, como recordatorio de las consecuencias que puede tener el delito. Sobre todo si eras pobre.
La masa aplacaba sus peores instintos a la vez que el príncipe exhibía su poder. En este caso el poder, temporal, del Papa. Había cosas para las que la excomunión y la condena a los infiernos eternos parece que no era suficiente. Así que alguien tenía que matar en nombre del Papa, y ese fue durante años el Mastro Titta. Igual era su destino, el que quiso llamar Juan Bautista a alguien que se pasó la vida cortando cabezas.
A pesar de la jubilación generosa que mencionaba al principio, no parece que lo hiciera por dinero, ya que el Papa, siguiendo una larga tradición, no se regalaba demasiado: el muerto le salía a 3 centavos de lira. Tampoco lo hacía por afición, como he dicho antes, así que tal vez fuera una manera de ser piadoso sirviendo a su Iglesia.
Así sirvió casi 70 años. El 27 de agosto de 1864, vestido con su capa escarlata, se cortó la coleta, con perdón, con una doble decapitación. Cuatro años después de su jubilación, en noviembre de 1868, se produjo la última ejecución en Roma, a manos de Antonio Balducci, que fue aprendiz del Mastro Titta durante años. Ignoro si don Giovanni acudió y pudo sentirse orgulloso del trabajo de su pupilo.
A pesar de que oficialmente se mantuvo la pena de muerte hasta 1969, la última ejecución en los Estados Pontificios, concretamente en Palestrina, data de 1870.
* Un recuerdo inevitable para el gran Pepe Isbert y esa maravilla de película que dirigió Berlanga, El verdugo. Y recuerdos a otro grande, Javier Krahe, que prefiere la hoguera.