Me resulta muy difícil de entender que, hasta hace poco, y exceptuando el caso de una novela publicada en los 70 (El juego del Digger), las editoriales españolas no se hayan preocupado por traducir y publicar la obra de uno de los más grandes novelistas del género negro. Aún se entiende menos cuando su influencia ha sido tan grande entre escritores contemporáneos (Elmore Leonard, Dennis Lehane, John Grisham, quizá James Ellroy…) y entre cineastas contemporáneos (Quentin Tarantino, Guy Ritchie, Peter Yates o Andrew Dominik, que ha adaptado Cogan’s Trade aka Mátalos suavemente con un reparto que encabeza Brad Pitt).
De hecho, leyendo la novela que hoy comentamos no dejé de pensar en Tarantino. Los personajes de Higgins son ladrones de medio pelo, ex presidiarios reincidentes, gángsters escrupulosos y matones del tres al cuarto que hablan y hablan y hablan, pero apenas conversan de los trabajos que tienen entre manos (ya sean apalizar a un tipo, robar en una timba o darle pasaporte a un traidor), sino de otras cosas, de aspectos relacionados con sus vidas y con su intimidad: las tías que se cepillan, los coches que se compran, las tragedias que les han ocurrido a colegas que dieron con sus huesos entre rejas, el coñazo que les dan algunas de sus esposas, las infidelidades de éste o de aquel, los cotilleos de la mafia o lo caros que les saldrán los próximos arreglos dentales. Tarantino 100 %. Lo cual, a mí, me entusiasma doblemente porque QT es uno de mis directores favoritos de todos los tiempos.
Pues bien, Libros del Asteroide fue la editorial que el año pasado publicó la excelente Los amigos de Eddie Coyle y que este año nos ofrece Mátalos suavemente, apenas unos días antes de su estreno en cines españoles. Yo la leí el martes de dos sentadas. No podía abandonar su lectura. Aunque la trama es sencilla (dos atracadores cometen un error y la mafia de Boston encarga a un sicario que les ajuste las cuentas, que no es otro que Jackie Cogan, un tipo peligroso que siempre sabrá hacer las cosas aunque se desmanden), lo que le importa a Higgins es el retrato de sus personajes, su identidad (que se revela a través de lo que dicen, de esos diálogos que a veces se convierten en monólogos plagados de tacos), hasta el punto de que a veces casi parece más una obra de teatro que una novela. Ni siquiera en un guión hablan tanto. Y las palabras de estos gángsters son apasionantes porque Higgins conoció de cerca ese mundo: fue periodista y, luego, fiscal y abogado.
Los personajes de Higgins saben que entre la mafia no se puede cometer un error, porque tarde o temprano quien lo comete acaba pagando por ello; y saben que aún es más grave que otros crean que has cometido el error, aunque no haya sido así: morderás el polvo de todas formas. Es un código que no admite perdones ni excusas: si la cagas, te jodes; si no lo has hecho pero un tercero cree que sí, también te jodes. Cogan, cerca del final, resume así la situación: Hay tíos que acaban muertos porque han hecho algo y tíos que acaban muertos porque no han hecho algo, qué más da. Lo único que importa es si tú eres el tío al que van a matar. Eso es lo único que importa, joder.
Higgins era de los grandes, de los más grandes del género. Corred a comprar el libro, o pillarlo en una biblioteca, y encontraréis pasajes de este calibre:
Mientras el hombre del jersey de cuello alto trabajaba, Frankie apuntó al siguiente. Llevaba un polo verde claro. El hombre se llevó la mano a la cartera. -Hay dos maneras de hacer esto, la fácil y la difícil –dijo Frankie–. La fácil es que todos empecéis a hacer lo que hacen estos dos. La difícil es que nos obliguéis a acercarnos, porque eso me pondrá nervioso. ¿Y lo veis a él? –Frankie señaló a Russell con la escopeta–. Hasta cuando yo estoy bien, él está nervioso. Cuando yo me pongo nervioso, tendríais que verlo, pero no creo que os convenga. Y menos si tiene una pipa, como ahora. Bien, lo que queremos: queremos lo que lleváis en las carteras y los zapatos y los abrigos. Y esos cinturoncitos con cremallera, también queremos lo que lleváis ahí. Podéis empezar a sacarlo ahora o quedaros sentados y fingir que no lleváis nada en el calcetín. Luego, cuando todos hayan sacado lo que quieran sacar, yo y mi amigo nervioso haremos un repaso para asegurarnos. Y los que se hayan olvidado algo, como mínimo acabarán sin dientes. ¿Qué decís, eh? Ninguno de los hombres respondió.
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El camarero sirvió otra ronda. Era un anciano encorvado con uniforme. -¿Adónde las vas a buscar? –dijo Mitch. El camarero se enderezó y se quedó mirándolo–. He dicho que adónde vas a buscar las copas. Será algún sitio fuera del edificio, por narices. O puede que vayas a buscarlas a un par de manzanas de aquí, que tengas que ir en taxi o algo así. Lo preguntaba por curiosidad. -No, señor –respondió el camarero–. Solo tenemos un hombre trabajando en el servicio de almuerzos y bar y está muy ocupado. ¿Las copas están a su gusto? -Bueno, pues, ahora que lo dices, no. Casi todo se ha evaporado para cuando llega aquí. -Mitch –dijo Cogan. Y se dirigió al camarero–: Sí, las copas están bien. El camarero se marchó. -La próxima ronda la encargaré por correo –dijo Mitch–. Seguramente tendrán un cupón de esos que salen en las revistas, lo envías y cuando llegas aquí solo tardan una semana en servirte lo que quieres.
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-Verás, Frankie –continuó Cogan, volviéndose un poco hacia él–. Me parece que eso es lo que piensan China y los otros, los amigos que se preocupan por ti. Piensan… bueno, ellos no saben cuánto has madurado desde que saliste. Creen que necesitas que alguien, alguien enterado, te aconseje. -Sí. -Que te enseñe a salvar el culo. Como te decía, no es tanto lo que hayas hecho como lo que creen que has hecho, eso es lo que hay que cuidar. En cuanto pasa algo así, hay que estar preparado para actuar.
[Traducción de Magdalena Palmer]