El día de la presentación de Será mañana, la novela de mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio, que tuvo lugar en noviembre de 2012 en Madrid, al finalizar el acto, una gran parte de las personas que habíamos asistido a la librería-bar Tipos Infames acabamos tomando algo en Malasaña. Recuerdo que Jorge Lago, uno de los editores de Federico, se mostraba contento con la novela Matate, amor de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) de reciente aparición en aquel momento. Yo había visto el libro días antes en librerías y me había llamado la atención la poderosa imagen de la portada, un cuadro elegido por la autora de la novela –dato que supe más tarde- y muy adecuado con el contenido, como constato una vez leído el libro.
Semanas después le pedí la novela a Federico, que sabía que la tenía, y la he leído el pasado marzo. Matate, amor es una novela corta organizada en capítulos de breve extensión; desde su primera frase entraremos en un mundo amenazante y cargado de violencia contenida, que en algún momento acabará haciéndose real: “Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular”.
La voz narrativa -durante la mayor parte de la novela, pero con significativos puntos de fuga- pertenece a una mujer joven, que vive en pareja y que tiene un bebé. Una mujer argentina, dados los modismos lingüísticos empleados y que, por algún detalle del libro, conseguimos deducir que vive en Francia, en un entorno rural, y convive con un hombre francés.
La narradora parece sufrir una gran insatisfacción vital que le conduce a un cuestionamiento constante de la vida familiar convencional. En la página 8 (segunda de la novela) podemos leer: “¿Y yo? Una mujer normal, de una familia normal, pero una excéntrica, desviada, madre de un hijo y con otro, quién sabe a esta altura, en camino”. En la página 22: “Y eso es un día vivido? ¿Eso es un ser humano viviendo un día de su vida”. Página 57: “De todos modos, desde hace tanto e, incluso, desde antes de nacer, y mientras mi esposo anda gritando por ahí de celos, estoy muerta”.
El distanciamiento de la protagonista con su pareja y su bebé es muy grande, hasta el punto que la convivencia parece inviable. Ella no tiene un trabajo remunerado y suele pasar largos momentos tumbada en el bosque cercano a su casa, mientras que su pareja está fuera trabajando. Ella especula con la idea de que su pareja le es infiel. Ella acaba siéndole infiel a él con un vecino. En la página 29, por primera vez, el texto abandona a la joven mujer que nos cuenta la historia y la voz narrativa se desplaza hasta la del vecino. Lo que ocurrirá en alguna ocasión más a lo largo de la novela y, dado que esto tiene lugar sin aviso de ningún tipo, el lector leeré las primeras frases de un capítulo con extrañeza hasta que consiga percatarse del cambio del punto de vista. Además de distanciada, la relación de la protagonista con su pareja y su bebé también es ambigua. Por ejemplo, en la página 15 el bebé preocupa mucho a la narradora: “Voy a ver si el bebé respira a cada minuto, lo toco para ver si reacciona, lo destapo, lo cambio de posición, lo ilumino, lo levanto, todavía estamos en la etapa de la muerte blanca”. En la página 68 el bebé le preocupa esto a la narradora: “El bebé gatea hasta la chimenea y en segundos va a necesitar el botiquín. Apuesto a que el padre no se mueve. Podría ser millonaria si me hubieran dado todo el dinero que gané en apuestas. Y la ganadora es… El bebé pone las manos en las brasas, el padre reacciona a lo Bush frente a las Torres Gemelas. Lo veo salir corriendo a buscar vendas y antiinflamatorios”.
En más de una de sus capítulos la novela tiene toques oníricos o alucinados. En la página 69, el bebé de seis meses ha trepado hasta las ramas más altas de un árbol.
El interés de Ariana Harwicz por lo puramente biológico del ser humano, por la muerte, la enfermedad y lo enfermizo me ha recordado al que muestra la escritora chilena Lina Meruane en obras como Sangre en el ojo o Fruta podrida.
El algún momento de la novela la narradora apunta: “Un soplo de irracionalidad había quemado mi existencia y me encontraba en medio de la nada con un arma cargada entre manos” (pág. 129).
Explícitamente en la página 97 se habla de Sylvia Plath y de Virginia Woolf. La sombra de estas dos escritoras planea sobre Matate, amor, una sombra maldita que habla de mujeres suicidas, de mujeres disconformes con la sociedad en la que viven y oprimidas por ella. Una sombra que habla de mujeres con pocas opciones, a parte de la de ser madre y ama de casa. En la página 99 de esta novela la protagonista afirma: “Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir. (…) Lo traje al mundo, ya es suficiente. Soy madre en piloto automático. (…). Mamá era feliz antes del bebé. Mamá se levanta todos los días queriendo huir del bebé, y él llora más.”; y esta sombra no deja de ser extraña al ser invocada por una joven que nos habla desde el siglo XXI, desde un siglo en el que la mujer puede salir ahí fuera y trabajar, un siglo en el que existen guarderías para bebés; donde existe el aborto y el divorcio o la idea de ser una madre soltera e independiente. Porque a pesar de que la narradora no parece desear a su pareja, en vez de separarse decide casarse con ella, y el lector tiene que entender que existe una dependencia ineludible.
El estilo de Harwicz me ha parecido trabajado, poderoso y poético, pero apuntaría que Matate, amor acaba ahogándose en su propia vehemencia, en su deseo de mostrar una situación asfixiante para una mujer, que el lector percibe que en todo momento tiene las puertas abiertas aunque ella no deja de reiterar que están cerradas, y tan sólo la locura parece sostener su discurso. Y aún así uno se pregunta por qué no es el hombre el que toma la decisión del alejamiento. El propio deseo de mostrar el horror, un horror no real, un horror que parte de la locura, lastra la capacidad de avanzar en el tiempo de la novela; y hace que leamos más de uno de sus breves capítulos con la sensación de mostrarnos, otra vez, una situación o una idea en exceso remarcadas en el discurso narrativo. Antes he citado a la chilena Lina Meruane. Teniendo puntos en común con Harwicz, Meruane me parece una escritora más dotada y su libro Sangre en el ojo más rotundo y recomendable.