Con su traje de lino, su sombrero de verano y su bastón de adorno, Matías paseaba por la calle como quien no quiere la cosa.
—Qué buena planta tiene este hombre —decían las mujeres al verlo pasar.—Allá va, como todos los días —decían los hombres, y se guiñaban el ojo unos a otros.
Y Matías, ligero y jovial como un pajarillo en primavera, seguía su camino hasta la panadería de Manolita como si nada, como si no se diera cuenta de que lo miraban; como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de que tenía ochenta años.Pero los tenía, y se le notaba sobre todo en los recuerdos.
Algunas veces, por las noches, se quedaba pensativo, acordándose de todo. “Madre mía, cuántas cosas han pasado”, se decía. Y en esas ocasiones pensaba que quizá sus nietos tenían razón y estaría bien escribir unas memorias.
Poco tiempo después, estando de charla con sus amistades, alguien le dijo: —Matías, y usted que tiene tan buena cabeza, ¿por qué no escribe sus recuerdos? Seguro que tiene mucho que contar. Y Matías volvió a pensar en las dichosas memorias. Y una tarde volvió a sentarse, con su café y sus folios, a escribir. Pero algo le impedía avanzar. Era ponerse a rememorar y empezar a sentirse incómodo, como si aquello de andar manoseando los recuerdos le sentara mal. Así que dejó la tarea, y mientras se preparaba la cena no podía evitar sonreír al ver el pan que le vendía Manolita. Y además se lo comía con muchas ganas. Puso la tele y apareció un médico que estaba dando consejos para la edad provecta. —También es muy bueno —decía el galeno— que las personas mayores escriban sus recuerdos… —Y dale con los recuerdos—dijo Matías, cambiando de canal. Y mirando la pantalla volvió a sonreír pensando en el pan que compraría al día siguiente.