Estrenado en noviembre de 2011, no había oido otra cosa que sino entusiastas elogios hacia el musical por parte de los que lo habían visto. Protagonizada por una niña con poderes mágicos, la historia tiene tintes amargos y tenebrosos, casi me atrevo a decir que dickensianos, aunque tratados con mucho humor. El musical recoge ese tono, que transforma en un universo caricaturesco, por momentos con traza de comic (especialmente cuando se presenta su familia), y conservando el ambiente fantástico a lo largo de todo el espectáculo.
La música (de Tim Michin, el Judas del último Jesucristo Superstar, presentado en el O2 de Londres) es muy expresiva, agradable y pegadiza, con canciones afortunadas como «Quiet», «My house» y, especialmente, «When I grow up». El espectáculo es grandioso, imaginativo, dinámica, con varios números verdaderamente espectaculares, como la escena del inicio de las clases y la que abre el segundo acto.
Pero, para mí, el principal valor del musical, lo que le da un carácter tan especial, son sus intérpretes infantiles: una treintena de niños para nueve papeles y que son (al menos en la función que vi yo, pero seguro que es igual en todas) asombrosos. Los niños en escena son siempre agradecidos (Charles Laughton no los quería a su lado ni en pintura; tampoco a animales), pero muchas veces más por su espontaneidad y gracia natural que por su talento. No es el caso, estos niños se desenvuelven en escena como verdaderos profesionales, cantan y bailan como adultos, y en las escenas que comparten con ellos están a su altura. Una maravilla. No es extraño que algún crítico haya dicho que es el mejor musical británico desde «Billy Elliot» (su coreógrafo es el mismo, Peter Darling).
Otro detalle. La producción es de la Royal Shakespeare Company, que parece no tener ningún problema en asociar su nombre con el género musical (ya produjo «Los miserables» hace más de 25 años) siempre que éste sea de calidad. Y su director, MatthewWarchus, ha dirigido montajes shakespearianos como «Hamlet» o «Enrique V», y que yo sepa no ha pedido perdón por haber dirigido un musical Y refuerza eso que muchos en nuestro país no quieren ver: que el teatro musical es, por encima de todo, teatro.¿Os imagináis lo que se diría aquí si el Centro Dramático Nacional o la Compañía Nacional de Teatro Clásico hicieran lo propio en España? No, mejor no imaginarlo.