Maupassant, el mejor relato

Por Igork
Pues no es ninguno de sus relatos o cuentos fantásticos, a pesar de que Guy de Maupassant se hiciera célebre por esas historias cortas a veces terroríficas o de suspense, como La Mano, a mórbidas, como La Cabellera. Y disculpad la osadía del título, que eso de “mejor” es como la comida, va a gustos. De su extraña y extraordinaria figura ya di cuenta en “Guy de Maupassant“. No, mi relato predilecto de Maupassant lleva un título tan anodino y vulgar como ¡Camarero, una caña!, cuyo protagonista, Des Barrets, me parece fabuloso. Es el hombre sepultado por el pasado. Y además es un hombre enfrentado al absurdo abismo de la modernidad, como los seres de Kafka o aquella portentosa historia de Herman Melville Bartleby, el escribiente. Lo pensé al leer este fragmento del relato de Maupassant:
«—No, pero, ¿qué quieres? ¡ Hay que hacer algo?
    —¿Y para qué?
    —Pues... para tener una ocupación.
    —¿Y de qué sirve eso? Yo no hago nada, como ves, nunca hago nada.»

El relato arranca de un modo muy convencional. Un tipo entra en un bar y se sienta al lado de un “típico consumidor de cañas, (…) que entran por la mañana, cuando abren, y no se van hasta la noche, cuando cierran. Iba sucio y estaba medio calvo, pero largas guedejas de cabello grasiento y canoso le llegaban al cuello de la levita”.
El relato da un vuelco en el momento en que este tipo le suelta al conductor de la historia: —¿No me conoces?”. Y luego llega el meollo, una historia en negro, con una escena que marca a sangre y fuego el relato y que empieza así: “Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día muy ventoso”. El mundo es como una enorme cota de mallas en la que acabas por creer que tus tres o cuatro pequeños círculos conforman un todo y todo es igual. No, la malla es enorme y los círculos son muy distintos, tanto como las personas que los conforman. Aquí os dejo la historia de Des Barrets, y no lo olviden, ¡me deben una caña!
¡Camarero, una caña! ¿Por qué entré, esa tarde, en aquella cervecería? No lo sé. Hacía frío. Una fina lluvia, un poleo de agua remolineaba, velaba las mechas de gas con una bruma transparente, hacía relucir las aceras cruzadas por los resplandores de los escaparates, iluminando el fango húmedo y los pies sucios de los transeúntes.
    Yo no iba a ninguna parte. Caminaba un poco después de cenar. Dejé atrás el Crédit Lyonnais, la calle Vivienne, otras calles. Vi de pronto una gran cervecería no muy llena. Entré, sin la menor razón. No tenía sed.
    De un vistazo busqué un sitio en el que no estuviera demasiado apretado, y fui a sentarme al lado de un hombre que me pareció viejo y que fumaba una pipa de tierra de cuatro cuartos, negra como un carbón. Seis u ocho redondeles, apilados en la mesa ante él, indicaban el número de cañas que se había bebido ya. No examiné a mi vecino. De un vistazo reconocí a un bebedor de cerveza, uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando abren, y se marchan de noche, cuando cierran. Estaba sucio, calvo en el centro del cráneo, mientras largos cabellos grasos, entrecanos, caían sobre el cuello de su levita. Su ropa excesivamente holgada parecía haber sido hecha en una época en que tenía barriga. Se adivinaba que el pantalón no se le sostenía y que aquel hombre no podía dar diez pasos sin acomodar y retener aquella prenda mal sujeta. ¿Llevaba chaleco? La mera idea de los botines y de lo que encerraban me aterró. Los puños deshilachados estaban completamente negros por el borde, como sus uñas.
    En cuanto estuve sentado a su lado, aquel personaje me dijo con voz tranquila: «¿Qué tal te va?»
    Me volví hacia él con brusquedad y lo examiné. Prosiguió: «¿No me reconoces?
    —¡Des Barrets!
    Me quedé estupefacto. Era el conde Jean des Barrets, ex-compañero mío de colegio.
    Le estreché la mano, tan cortado que no se me ocurría nada que decir.
    Por fin, balbucí: «¿Y a ti, qué tal te va?»
    Respondió plácidamente: «Bueno, voy tirando.»
    Se calló; quise ser amable, busqué una frase: «Y... ¿qué es lo que haces?»
    Replicó con resignación: «Ya ves.»
    Sentí que me ruborizaba. Insistí. «Pero, ¿todos los días? »
    Él pronunció, exhalando espesas bocanadas de humo:
    «Todos los días son iguales.»
    Después, golpeando en el mármol con una moneda que había quedado por allí, exclamó: «Camarero, ¡dos cañas! »
    Una voz lejana repitió: «¡Dos cañas a la cuatro!» Otra voz más alejada aún lanzó un « ¡Marchando! » sobreagudo. Después apareció un hombre con delantal blanco, trayendo las dos cañas cuyas gotas amarillas derramaba, al correr, por el suelo enarenado.
    Des Barrets vació de un trago su vaso y lo dejó en la mesa, mientras aspiraba la espuma que se le había quedado en el bigote.
    Después preguntó: «¿Y qué hay de nuevo?»
    Yo no sabía nada nuevo que contarle, la verdad. Balbucí: «Pues nada, chico. Yo soy comerciante.»
    Pronunció, con su voz siempre igual: «Y... ¿te divierte eso?
    —No, pero, ¿qué quieres? ¡ Hay que hacer algo?
    —¿Y para qué?
    —Pues... para tener una ocupación.
    —¿Y de qué sirve eso? Yo no hago nada, como ves, nunca hago nada. Cuando no se tiene un céntimo, comprendo que se trabaje. Cuando se tienen medios de vida, es inútil. ¿Para qué trabajar? ¿Lo haces por ti, o por los demás? Si lo haces por ti, es porque te divierte y entonces perfecto; si lo haces por los demás, no eres más que un bobo.»
    Después, dejando la pipa sobre el mármol, gritó de nuevo: «Camarero, ¡una caña! » y prosiguió: «Hablar me da sed. No estoy acostumbrado. Sí, lo que es yo, no hago nada, me dejo ir, envejezco. Al morir no echaré de menos nada. No tendré más recuerdos que esta cervecería. Ni mujer, ni hijos, ni preocupaciones, ni penas, nada de nada. Más vale así.»
    Vació la caña que le habían traído, se pasó la lengua por los labios y recogió la pipa.
    Yo lo examinaba con estupor. Le pregunté:
    —Pero ¿no siempre habrá sido así?
    —Perdona, siempre, desde el colegio.
    —Pero eso no es vida, muchacho. Es horrible. Veamos, harás algo, querrás a alguien, tendrás amigos...
    —No. Me levanto a las doce. Vengo aquí, almuerzo, tomo cañas, espero la noche, ceno, tomo cañas; después, hacia la una y media de la madrugada, regreso a casa a acostarme, porque aquí cierran. Eso es lo que más me fastidia. Desde hace diez años, he pasado unos seis en esta banqueta, en mi rincón; y el resto en mi cama, jamás en otra parte. A veces charlo con los parroquianos.
    —Pero, al llegar a París, al principio, ¿qué es lo que hiciste?
    —La carrera de derecho... en el café de Médicis.
    —¿Y después?
    —Después... crucé el río y me vine aquí.
    —¿Por qué te tomaste esa molestia?
    —¿Qué quieres?, uno no se puede quedar toda la vida en el Barrio Latino. Los estudiantes alborotan demasiado. Ahora ya no me volveré a mover. Camarero, ¡una caña!»
    Creí que se burlaba de mí. Insistí:
    «Vamos, sé franco. ¿Tienes algún gran pesar? ¿Un desengaño amoroso, sin duda? Está claro que eres un hombre herido por la desgracia. ¿Qué edad tienes?
    —Tengo treinta y tres años. Pero aparento por lo menos cuarenta y cinco.»
    Lo examiné a fondo, de frente. Su rostro arrugado, mal cuidado, parecía casi el de un anciano. En lo alto del cráneo, unos largos pelos remolineaban sobre una piel de dudosa limpieza. Tenía enormes cejas, un gran bigote y una espesa barba. Se me presentó bruscamente, no sé por qué, la visión de una palangana llena de agua negruzca, el día en que se lavara toda aquella pelambre.
    Le dije: «En efecto, representas más edad de la que tienes. Con toda seguridad has sufrido mucho.»
    Replicó: «Te aseguro que no. Soy viejo porque nunca tomo el aire. No hay nada que estropee tanto a las personas como la vida de café.»
    No podía creerlo: «¿Te habrás corrido tus juergas, al menos? No se pierde el pelo como tú sin haber amado mucho.»
    Sacudió tranquilamente la frente, diseminando por su espalda las partículas blancas que caían de sus últimos cabellos. «No, siempre he sido moderado.» Y alzando los ojos hacia la araña que nos caldeaba la cabeza: «Si estoy calvo, es por culpa del gas. Es el enemigo del pelo.
    —Camarero, ¡una caña! —¿No tienes sed?
    —No, gracias. Tu caso me interesa realmente. ¿Desde cuando sufres semejante desánimo? No es normal, no es natural. Algo habrá debajo.
    —Sí, la cosa viene de mi infancia. Recibí un golpe, cuando era pequeño, y eso me hizo verlo todo negro, hasta el final.
    —¿De qué se trata?
    —¿Quieres saberlo? Pues escucha.
    Recuerdas perfectamente el castillo donde me crié, ya que viniste cinco o seis veces durante las vacaciones.
    ¡Recordarás aquel gran edificio gris, en el centro de un gran parque, y las largas avenidas de robles, abiertas hacia los cuatro puntos cardinales! Recordarás a mi padre y a mi madre, ambos ceremoniosos, solemnes y severos.
    Yo adoraba a mi madre; temía a mi padre, y los respetaba a los dos, acostumbrado por otra parte a ver como todo el mundo se inclinaba ante ellos. Eran, en la comarca, el señor conde y la señora condesa; y hasta nuestros vecinos, los Tannetnare, los Ravalet, los Brenneville, trataban a mis padres con especial consideración.
    Yo tenía entonces trece años. Era alegre, me satisfacía todo, como suele ocurrir a esa edad, estaba lleno de alegría de vivir.
    Ahora bien, a finales de septiembre, unos días antes de volver al colegio, mientras jugaba al lobo en los macizos del parque, corriendo entre ramas y hojas, distinguí, al cruzar una avenida, a papá y mamá que se paseaban.
    Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día de mucho viento. Toda la hilera de árboles se inclinaba bajo las ráfagas, gemía, parecía lanzar gritos, esos gritos sordos, profundos, que los bosques sueltan en las tempestades.
    Las hojas desprendidas, ya amarillas, volaban como pájaros, se arremolinaban, caían y después corrían a lo largo del paseo, como rápidos animales.
    Caía la noche. Estaba oscuro en la espesura. La agitación del viento y de las ramas me excitaba, me hacía galopar como un loco, aullando para imitar a los lobos.
    En cuanto divisé a mis padres marché hacia ellos a pasos furtivos, bajo las ramas, para sorprenderlos, como si hubiera sido un auténtico merodeador.
    Pero me detuve, asaltado por el miedo, a unos pasos de ellos. Mi padre, presa de terrible cólera, gritaba:
    «Tu madre es una idiota; y, además, no se trata ahora de tu madre, sino de ti. Te digo que necesito ese dinero, y quiero que tú firmes.»
    «No firmaré. Se trata de la fortuna de Jean. La guardo para él y no quiero que te la comas con mozas y criadas, como has hecho con tu herencia.»
    Entonces papá, temblando de furia, se volvió y, agarrando a su mujer del cuello, empezó a pegarle con la otra mano con todas sus fuerzas, en pleno rostro.
    El sombrero de mamá cayó, su pelo suelto se desparramó; intentó esquivar los golpes, pero no podía lograrlo. Y papá, como loco, pegaba y pegaba. Ella rodó por el suelo, escondiendo la cara entre los brazos. Entonces él la puso boca arriba para seguir pegándole, apartando las manos con que ella se cubría el rostro.
    En lo que a mí toca, amigo mío, me pareció que el mundo iba a acabarse, que las leyes eternas habían cambiado. Experimentaba la emoción que se siente ante las cosas sobrenaturales, ante las catástrofes monstruosas, ante los desastres irreparables. Mi cabeza de niño se extraviaba, enloquecía. Y empecé a gritar con todas mis fuerzas, sin saber por qué, presa de un espanto, de un dolor, de un pavor espantoso. Mi padre me oyó, se volvió, me vio y, al levantarse, vino hacia mí. Creí que iba a matarme y escapé como un animal perseguido, corriendo en línea recta delante de mí, al bosque.
    Estuve andando quizás una hora, quizás dos, no lo sé. Cuando llegó la noche, caí sobre la hierba, y allí me quedé, enloquecido, devorado por el miedo, roído por una pena capaz de romper para siempre un pobre corazón de niño. Tenía frío, acaso tenía hambre. Amaneció. No me atrevía ya a levantarme, ni a caminar, ni a regresar, ni a escapar de nuevo, temiendo encontrarme con mi padre, a quien no quería volver a ver.
    Quizás me habría muerto de angustia y de hambre al pie de mi árbol, de no haberme descubierto el guarda, que me devolvió a casa a la fuerza.
    Encontré a mis padres con su cara de costumbre. Mi madre se limitó a decirme: «¡Qué susto me has dado, malo! No he dormido en toda la noche.» No respondí, pero me eché a llorar. Mi padre no pronunció una palabra.
    Ocho días después, volvía al colegio.
    Pues bien, amigo mío, para mí se había acabado todo. Había visto la otra cara de las cosas, la mala; desde ese día, no he vuelto a distinguir la buena. ¿Qué ocurrió en mi mente? ¿Qué extraño fenómeno dio la vuelta a mis ideas? Lo ignoro. Pero ya no sentí gusto por nada, ganas de nada, amor a nadie, ni el menor deseo, ambición o esperanza. Y sigo siempre viendo a mi pobre madre, en el suelo, en la avenida, mientras mi padre la apaleaba. —Mamá murió unos años después. Mi padre todavía vive. No lo he vuelto a ver.
    —Camarero, ¡una caña!...
    Le trajeron una caña que se bebió de un trago. Pero, al recoger su pipa, como estaba temblando, la rompió. Entonces tuvo un ademán de desesperación, y dijo: « ¡Vaya! Esto sí que es una verdadera pena, por ejemplo. Tardaré un mes en procurarme una nueva.»
    Y lanzó a través de la vasta sala, llena ahora de humo y de bebedores, su eterno grito: «Camarero, ¡una caña —y una pipa nueva! »


Maupassant, el mejor relato