Te recoges el pelo, te pones ropa dry-fit y te atas las zapatillas. Te subes a la bicicleta. La música empieza a sonar, está muy alta, pero no te importa, al contrario, así te motivas. Comienzas a pedalear; despacio; para calentar tus músculos. Si hay algo que te habría gustado en este mundo es ser una prima ballerina célebre, como la dama rusa que tanto te gusta. Te ves ágil y esbelta como ella, pesas 46 kilos, y tienes tanta elasticidad que eres capaz de posar la punta de tu pie en tu cabeza. Pedaleas un poco más rápido; tus poros se despiertan; tus axilas se humedecen. Posees un majestuoso port des bras*difícil de distinguir de un verdadero par de alas, el cual te ha convertido en el mejor cisne del lago de la historia. Interpretas a la blanca y pura Odette, también a la negra y malvada Odile. La prensa te alaba, te admira, te adora, te ama. Aumentas aun más el ritmo de pedaleo; tus pulmones hiperventilan; tus pulsaciones se elevan. Eres capaz de hacer un par de decenas de impecables fouettés, bailas pas de deux con apuestos Sigfridos de calzas blancas, tus grands jetés son mundialmente famosos, tus pirouettes son la perfección hecha paso de baile. Bebes agua; tus glándulas sudoríparas trabajan sin tregua; tu corazón corcovea en su prisión de costillas. Vistes tutús bordados con lentejuelas de plata y mostacillas color esmeralda, usas excesivo maquillaje y llevas engominados rodetes decorados con pequeños pimpollos naturales. Tu cuerpo de aire se mueve con delicadeza sobre zapatillas de satén rosa con puntas de yeso. Pasas una toalla por tu rostro; tu piel jadea; tus fibras musculares están en llamas. La gente te regala aplausos, gritos de júbilo, te tiran cientos de flores al escenario. Tú recoges una rosa roja, la acercas a tus fosas nasales, dejas que uno de sus pétalos te acaricie la mejilla, y con perlas de agua saliendo de tus ojos, saludas a tu público con tus révérances de bailarina. La gran araña de bronce que vive en la cúpula del teatro se enciende y te permite observar la sala: la platea, los palcos y los cuatro pisos superiores están repletos de espectadores vestidos de gala, y todos están allí por ti. La gente te grita ¡bravo!, ¡bravo!... «¡Vamos!, ¡vamos! Tenéis que pedalear con más ganas si queréis bajar esos kilos de más». Esa frase te devuelve bruscamente a la realidad. Estás empapada; te duelen hasta las pestañas; tu cuerpo es presa de un calor excesivo. El profesor de spinning otra vez vocifera su molesto «¡vamos!, ¡vamos!, ¡pedalead!». Te miras en el gran espejo que reviste una de las paredes; te gustaría estar fresca y lozana como aquella prima ballerina assoluta del Teatro Bolshói que casi se dejaba la vida bailando en el escenario y cuando terminaba no estaba ni agitada; en cambio, tus colores son similares a los de un volcán en erupción y el aliento ya no forma parte de tu ser. «¡Vamos!, ¡vamos!», la voz del profesor una vez más intenta animar la clase. Entonces, te bajas de la bici, agarras tu toalla, tu botella de agua y tu maltrecho cuerpo, y haces algo que probablemente tu adorada Maya no habrá hecho nunca: abandonas la clase y sales a la calle en busca de un generoso helado que te refresque.
* Movimientos de brazos.