Nos advertían antes de salir: «preparaos para los controles de seguridad», algo que ya preveía, y más con la muerte de Bin Laden tan reciente. No hubo, sin embargo, problemas al salir de Madrid; tampoco al llegar a Tel Aviv, donde la única pregunta imprevista (además de las habituales: ¿propósito de su visita?, ¿cuántos días va a estar aquí?...) fue el nombre de mi padre. Sigo sin saber por qué me lo preguntaron.
Pero llegó el momento de salir de Israel. Los de Mayumana me prepararon una carta explicativa de mi estancia allí; Virginia y Zoe, que volaban conmigo, llevaban sus carnets de prensa. A punto estuvimos de sortear el control de seguridad (sin pretenderlo), pero no lo conseguimos. Mostré la carta y mis compañeras sus acreditaciones esperando aliviar los trámites, pero yo creo que lo que conseguimos con esta documentación fue el efecto contrario al deseado. El caso es que nos llevaron a una zona de seguridad y tres agentes nos interrogaron por separado. Creo que todos los periodistas deberíamos aprender de ellos, porque no he visto una entrevista más exhaustiva (tampoco más inútil) en mi vida. Me preguntaron en qué medio trabajaba, que cómo era el periódico, que cuál era mi responsabilidad en él, que si conocía de antes a mis compañeras, que si quedaba con ellas en Madrid o teníamos una relación sólo profesional, que quién me había pagado el viaje a la estancia, que si era normal que las compañías llevaran a cabo esas invitaciones, que cuál era la última vez que había viajado invitado y adónde; qué había hecho, casi minuto a minuto, durante mi estancia en Israel; a cuántas personas había entrevistado, cuánto habían durado las entrevistas, qué les había preguntado, si les había grabado; me pidieron el plan del viaje, la libreta con las notas (a Virginia, incluso, le hicieron traducir sus apuntes y reproducir sus grabaciones)... Y muchas otras cuestiones, además, claro, de las habituales sobre el equipaje y mis contactos allí. Les faltó preguntar qué había comido y cómo había dormido...
Fue, eso es verdad, un interrogatorio amable, nada tenso; mi interlocutor era un joven agradable y simpático, que no me molestó en ningún momento y que cumplió con educación su deber.
De la ciudad no puedo decir mucho. Lo que vi en la caminata desde el hotel hasta la sede de la compañía, la Mayumana House, en Jaffa (una ciudad distinta pero pegada literalmente a Tel Aviv, e incluida en su Ayuntamiento); en el trayecto desde allí hasta el restaurante donde comimos, y en el breve paseo por la playa en la mañana de mi vuelta me transmitió la sensación de estar en una ciudad extraña, donde conviven torres de una arriesgada y personal arquitectura con pequeños edificios al borde de la ruina. Una ciudad llena de constrastes y, salvo la parte antigua de Jaffa, sin excesivo encanto. Pero es solo una impresión.
Me gustó conocer por dentro a Mayumana, una compañía que nació en un sótano y que en quince años ha logrado un reconocimiento internacional. Roy Ofer, uno de sus creadores, es un anfitrión magnífico y atento, que habla un español impecable. Conocí la sede, un lugar acogedor que, al igual que los integrantes del conjunto, tiene un cierto sabor hippy. Pude ver el trabajo de los chicos -árabes, cristianos y judíos- que participan en el proyecto integrador de la Fundación Mayumana. Y pude, incluso, empuñar las baquetas y calzarme las aletas de buceo para crear sonidos y ritmos dentro de uno de los workshop que organiza el conjunto... Afortunadamente, no hay testimonio gráfico de este comprometedor y divertido momento, y tanto yo como quienes me acompañaron hemos decidido guardar secreto sobre cualquier detalle... Así que no puedo contar nada más.
La foto, en la que se ve la Mayumana House, se la he «robado» a Zoe de su perfil de Facebook. Seguro que no le importa.