Continué calle abajo tras él, adoptando el ritmo de sus pasos y oliendo el hedor de su infortunio. Supe, sin saber por qué, que estaba condenado. Su prisión, su propia vida. Su delito, quizás, sólo vivir. Arrastraba su condena de no ver más allá de la siguiente esquina, el castigo de no poder soñar más allá del próximo domingo o de matener la esperanza de un trabajo nuevo que le permitiera tener dos días de fiesta por semana. ¿Dormido? No, condenado. ¿Inconsciente? No, resignado. Sentí compasión y le hubiera liberado. Pero, ¿cómo?
Al llegar a la esquina, sin embargo, giró y, como despertando del calor, levantó la cabeza y apretó el paso. Aún anduvo unos metros más hasta que se encontró con una joven que salía de un portal a su encuentro. Ella le sonrió, le abrazó y le besó con la entrega del que espera lo más ansiado. Una camiseta de tirantes, unos pantalones muy cortos y las carnes trémulas que se estrecharon contra él deseosas. Me imaginé sus pechos duros y humedecidos por el calor, me imaginé su lengua saboreando los labios del amado, me imaginé las dulces caricias sobre su piel. Algo se dijeron entre sonrisas y, poco después, desaparecieron congidos de la mano en el asombrado portal. Yo aún me quedé allí un buen rato, paralizada y desconcertada ante mi propia estupidez. ¿De qué le hubiera podido liberar yo? ¿No seré yo la condenada? Porque en aquel abrazo, en el preciso instante en que sus bocas se encontraron, fui yo la que despertó y todo el universo adquirió un sentido radical: también yo cargaría con mil infortunios y me sumergiría en mi inconsciencia, si al fin en un portal alguien me esperara para abrazarme. Y, entonces, me olvidé de Pessoa.Actualidad política y social. Una visión crítica de la economía la actividad política y los medios de comunicación.