Hacía tiempo que la esperaba.
Me estaba impacientando. La esperaba no por un simple capricho. Tenía algo que pedirle.
No soy un tipo ansioso pero la silla modernosa del bar-restó que había elegido, empezaba a resultarme incómoda. Buscaba con mi mirada alrededor, esperando cruzar su mirada con la mía.
No podía ni siquiera concentrarme en el libro que había llevado. Un libro pasatista, como para matar el tiempo sin necesidad de dedicarle demasiada concentración, pero su ausencia me hacía imposible avanzar siquiera un párrafo en la lectura.
Cómo puede ser? Acaso no entendió cuando la llamé? Necesitaba verla, que me preste un segundo de atención, decirle -pedirle, mejor dicho- lo que quería y listo. Después todo quedaría en sus manos.
Pero no venía. Por qué tanta indiferencia? Fue por algo que dije o hice? No lo sabía ni podía comprenderlo, en ese momento.
Es increíble cómo el tiempo pasa de manera diferente cuando te convertís en presa de la ansiedad. Los minutos se hacen horas y la garganta seca amenaza con silenciar tus palabras en el momento de la verdad.
No recuerdo si tenía indignación, enojo, desilusión o era un cóctel de todos estos componentes que me desanimaban y que, finalmente, me llevaron a tomar una decisión drástica.
Era claro que para ella yo no existía. No era importante. Ni siquiera valía un segundo de su tiempo. El error había sido mío. Me había equivocado por elegir mal. No vi cuál era mi lugar, mi verdadero lugar.
Tomé la única decisión posible. Agarré mi libro, me cargué al hombro la bronca y encaré para la salida.
Cuando estaba por salir del bar, como cruel burla del destino, se acercó finalmente ella: la "camarera" y con cara de "yo no fui" me dijo:
-Ay, sorry! Me iba a pedir algo, no?
Pensé en contestarle "Si, boluda. Hace media hora que espero para pedirte un puto café", pero desistí. Seguramente no me iba a entender.
Eso me pasa por elegir mal y no ir al barcito de siempre, donde un mozo como la gente entiende el simple pero efectivo gesto de "un café, por favor, Maestro!".