Hay quien piensa que nuestra época pasará a los anales de la Historia como la era de la explosión tecnológica y la expansión democrática, por esa rebuscada y manida asociación que muchos pretenden entre los avances científicos y los morales. Yo, a quienes tales afirman, no sé en qué selecto grupo catalogarlos, si en el de los ingenuos, los locos, los ignorantes o los irónicos. Porque la verdad sea dicha, no puedo estar más en desacuerdo. En los dos puntos.
Primero, porque el hecho de que los avances científicos no van de la mano de los morales es algo evidente a poco que uno desvíe un tanto la vista de ese monóculo que nos prescriben al nacer y nos acompaña el resto de nuestra vida. Ya saben, ése rectangular compuesto de tríadas luminosas que nos enfoca la vista a un mundo menos verídico que una tesis de la familia Bush sobre la Bagdad de las 1001 noches. Es más, esta fatal disociación entre el progreso científico y el moral será la causa del fin de la humanidad. Y puede que del planeta. Así que fíjense si yerran la puntería. Tan desviado va el tiro que alcanzará a Zeus en el ombligo.
Y en lo que toca al punto soñador de si seremos recordados como héroes o villanos, mi conciencia no deja de recordarme que somos la época de las guerras mundiales, los genocidios, el armamento nuclear, las mil masacres fratricidas, las grandes hambrunas, la sobreexplotación y aniquilamiento de los recursos naturales, la contaminación medioambiental, el neoliberalismo económico y la dictadura plutocrática a escala planetaria que se ha merendado los principios democráticos.
En fin, que no las tengo todas conmigo en eso de que se nos vaya a levantar un altar en el futuro…
En cualquier caso, no creo que vaya a ser recordada nuestra gloriosa época ni por sus bombas atómicas, ni por sus barbis de producción masiva, ni por la deforestación del Amazonas. Aunque más de uno nos mentará a los muertos, eso quedará para los corrillos intelectuales que nos estudien a fondo. Para el común de los mortales, dados a sintetizar las edades del hombre por rasgos más humanos, seremos conocidos como Los infelices, los de la era de los antidepresivos y los ansiolíticos.
Sí, tan mal estamos. Qué quieren que les diga, los síntomas de infelicidad social son evidentes. Si cambiáramos las bombillas de las farolas por las chispas de las voluntades, viviríamos a oscuras. Tal como yo lo veo hemos pasado del yo cartesiano: “Pienso, luego existo”, al yo hedonista: “Disfruto, luego existo”. Un salto abismal al vacío y en caída libre.
Decir que la mayoría de la gente vive en estado catatónico, lobotomizada por falsas esperanzas, es quedarse corto. El tanto vales cuanto tienes es el todo a cien de las almas, donde la calidad de las personas se negocia en mercadillos de saldo. Si les colocáramos leds de colores en las orejas y estos se iluminaran cada vez que alguien hace negocio con ellas, esto parecería un prostíbulo.
Miren ustedes, según yo lo veo el problema de todo este embrollo existencial es que se ha pirateado tanto la palabra felicidad, que se la ha despojado de sentido. Como ocurre siempre con las gangas, todos la han pretendido para sacar tajada de ella, cortejándola cada cual a su manera según sus fines y medios. Puro y duro interés que ha acabado prostituyéndola más y peor que a una noble babilónica. No han hecho otra cosa que exhibirla impúdicamente ataviada con los harapos que mejor se avienen a su conveniencia, atribuyéndole las características que buscaban los clientes. No hay secta política, credo religioso u organización que se precie que no babee mentándola al menos una decena de veces en sus artículos fundamentales, hasta hacerla espumarajo con que rebozar su ideología de pacotilla, más falsa que el Pernales brindando con la Benemérita. En lugar de usar pan rallado, los idiotas.
Sí, la anhelada felicidad es el cáncer de la sociedad moderna. Lo han oído bien.
Es un concepto tan engañoso como brumosas son las rías gallegas en invierno, sólo que allá se pescan sardinas y aquí, con semejante cebo, almas incautas. Miren, bastaría resucitar a diferentes personajes de distintas cataduras y épocas y ponerlos a discutir sobre qué se necesita para ser feliz para mondarse de la risa y dejar zanjado el asunto. Porque se vería entonces bien a las claras que algo grave falla en estas huecas calabazas. Piensen sólo, para aclararse la mollera, en un rey decimonónico feliz con sus palomas mensajeras y el contraste con un chaval amargado porque no tiene un móvil de última generación.
Dilucidado el asunto vayamos, pues, al grano. La razón de esta época infeliz es que el materialismo ha invadido la parte espiritual que antaño correspondía a la religión y al mito con tanta torpeza que no ha sabido sustituirla por un sucedáneo a la altura de las exigencias humanas, desplazando el consuelo afectivo y espiritual por el desconsuelo posesivo, transfigurando de esta forma al ser humano en un engendro económico cuyas exigencias existenciales han cambiado de signo, hasta el punto de que son las posesiones materiales las que marcan ahora el ritmo de las emociones, sumiendo a la sociedad en una inmadurez espiritual patológica.
He aquí el verdadero origen de la tragedia.
Esta brutal metamorfosis los ha convertido en fantasmas que deambulan dando tumbos, enredándose en sus propias sombras, con oníricas esferas fluorescentes incrustadas en las órbitas de los ojos y las yemas de los dedos erizadas de espinas. Sólo el sentido del olfato, ultrajado pero no desterrado, les evita digerir con gusto las cagadas de las que creen palomas voceras de la paz pero que en realidad son cuervos de negro plumaje y corrosivas intenciones. Ya no luchan por un mundo a su medida, sino que mendigan, arrastrándose como pordioseros, un ideal irrealizable que sólo cabe en la cabeza multiorgásmica de los guionistas de Hollywood.
Y éste es sólo el primero de sus quebraderos de cabeza.
El segundo y definitivo, el golpe de gracia, es el que se deriva de este cambio de mentalidad y que marca la nueva relación del sujeto con el Estado, que pasa de ser miembro fundador y partícipe en la conformación de la sociedad a sujeto pasivo de un Estado al que siente como un cuerpo extraño a él -incluso enemigo, pero al que paradójicamente pretende imponer su derecho a ser feliz.
Este último aserto es trascendental para comprender la esquizofrenia del hombre moderno. Y también la clave para entender cómo se ha llegado a la apolitización de nuestros días.
Verán, antaño el ciudadano luchaba para conseguir un Estado democrático, consciente de que éste le impondría una serie de deberes y obligaciones ineludibles, pero al que irían anejos, como la vendimia y la fiesta del vino, una serie de derechos que compensarían la atadura. Ya saben, igual que en las parejas las broncas tienen el contrapunto en las reconciliaciones. Una de cal y otra de arena.
Esta soportable existencia sólo tiene cabida en una democracia donde la ciudadanía, a tenor de sus experiencias y necesidades reales, piensa y pacta las mejores condiciones de vida. Pero al usurpar el poder la demagogia, la soberanía le es robada al pueblo por las sectas políticas, quienes a su vez están manejadas por la plutocracia. Así que el sueño se hace añicos y comienza la pesadilla. Se abandona la construcción de un mundo hecho a escala humana para empezar a edificarse un grotesco esqueleto basado en el más abyecto ideal económico, donde el ciudadano ya no podrá volver a guarecerse jamás en paz, acuciado y amedrentado por una lluvia de chuzos en punta. Un mundo paralelo a las necesidades humanas cuyo único fin es acrecentar y consolidar el poder de los nuevos señores feudales. Por supuesto, a expensas de la ciudadanía, que deja de ser una masa de ciudadanos para convertirse en una amorfa levadura de animales instrumentalizados. Una forma de vida que lo degrada hasta pervertir todos los principios y valores inherentes al mismo, hasta transformarlo en una bestia productiva.
Paranoico, desquiciado, atormentado y ciego vive a partir de ahora ajeno a sí mismo, sin saber quién es ni qué necesita, malgastando su vida en pos de castillos inalcanzables, donde sueña que un día reinará. Porque de eso se trata. El hombre desprecia su humilde morada para vivir trabado de cadenas, vagabundeando en pos de un reino imaginario, deambulando en círculos por las a veces lúgubres, a veces destellantes, mazmorras del castillo ilusorio, prisionero de su propia fantasía, arrancado de la realidad y sumido en el sueño. Hasta, irremediablemente, volverse primero idiota y luego loco. Tan loco que reclama, gritando, gimiendo y pataleando, que dicho mundo inhumano se pliegue a sus caprichos. Es decir, yo tengo derecho a ser feliz, y es obligación de la sociedad hacerme feliz. Ésta es su fatal conclusión. Aunque siga sin saber en qué consiste la felicidad. Y si es que acaso es alcanzable o sólo se trata de un cuento de viejas. Con infinitas versiones. Ha perdido completamente el norte. O mejor dicho, lo han desnortado a conciencia.
Así las cosas, se siente profundamente infeliz. Está convencido de que le están negando un derecho que le corresponde por su nacimiento. El pobre. Porque maliciosamente se lo han hecho creer así. Esos falsos profetas manipuladores le han dado las fatales y atroces consignas consumistas como medio de alcanzarla. La felicidad tan anhelada. Tanto vales cuanto tienes, le han dicho, y él se lo ha creído.
Y helo aquí, el ser supranarcisista que detesta su imagen en el espejo porque a quien busca es a su yo idealizado, al triunfador que no existe, al rey del mango. Y sin embargo, a pesar de la decepción y la profunda depresión que le acarrea no reconocerse en el espejo –tan alienado de sí mismo está-, la paradoja se halla en que exige que los demás veneren su imagen endiosada –su alteza mediocrática-, la que ni él mismo es capaz de ver.
La cosa se complica a medida que el ser humano se debilita física y mentalmente, debido a su dieta baja en filosofía y literatura y saturada en cambio de grasas mediáticas y anagramas hipnotizadores. Su atrofia intelectual acarrea la apatía política, que aumenta en proporción a sus vicios, cayendo en las redes, ya sin defensa posible, de la manipulación más burda y directa. Helo aquí entonces convertido en un pelele cuya razón de ser es producir cosas que ni le van ni le vienen y consumir como un poseso lo que otros producen con igual entusiasmo. ¡Un absurdo inmenso! A partir de ahora ya no pronunciará más el Pienso, luego existo, ni le alcanzarán las neuronas para entonar el mea culpa de su estupidez y corregirse, sino que como un loro impersonal y anodino repetirá sin cesar: Si no soy feliz, me deprimo; Si no soy rico, no soy feliz; Si no soy rico, me deprimo.
Y como no podía ser de otra manera, a medida que se vuelve más tonto, más manipulado está. Hasta que la tragedia cobra tintes dramáticos. Consumido por la fiebre posesiva y una rivalidad cainita basada en la comparación de bienes, está irremediablemente condenado a la infelicidad. Se mece así el hombre moderno, como un loco, escuchando los falaces y absurdos cantos de sirena. Y creyendo a estos como verdad los persigue, sin darse cuenta, en su supina ignorancia, de que se ahoga voluntariamente en el mar de la insatisfacción cuando tiene a su alcance mil islas salvajes en las que podría gozar a voluntad de placeres infinitos. Prefiere, en cambio, imponerse a sí mismo cilicio y penitencia sugestionado por los cantos de sirena, marcándose objetivos imposibles de alcanzar. ¿Acaso no ve que se inventan cada día nuevos cebos y se mejoran los presentes? Y lo que es peor, aun en el hipotético caso de que lograse tenerlo todo, a menos que fuese el mayor imbécil concebido en parto humano, su posesión no le aseguraría la felicidad. He aquí la trampa, el vil engaño.
En resumen, esta sociedad es una gran fábrica de amargados. Y de idiotas hasta el extremo.
Que sean felices…