Leía estos días atónita la condena de dos años de cárcel por “gamberrismo por odio religioso” a tres de las jóvenes integrantes del grupo de punk feminista ruso Pussy Riot, que en febrero irrumpieron en el interior de la ortodoxa “Jram Jrista Spasítielia” (Catedral de Cristo Redentor) en Moscú con una performancemusical contra la política autoritaria del presidente Wladimir Putin. “Madre de Dios, ¡líbranos de Putin!”, rezaba parte de la letra por la que les cayó una incomprensible pena de prisión. Inmersa yo en el espanto de tal acción desproporcionada y comentándola en las redes sociales, varios amigos y colegas me volvían a hacer la pregunta que sale a colación cada cierto tiempo: “Pero chica, ¿cómo te dio por ‘lo ruso’?”
Algunos me miran pensando que soy un bicho raro, que mi familia es comunista o que soy una fan friki y trasnochada de la extinta KGB. En realidad fue todo más sencillo; tanto, que partió de unas clases de Historia Contemporánea mientras estudiaba COU en el instituto. ¿A qué adolescente no le ha flipado en cierta medida la Revolución rusa de 1917, la movida de los bolcheviques, el lujo y las historietas de los zares o el famoso lema “todo el poder para los soviets”? Y con estos conocimientos bullendo en mi cabeza caí de bruces en la Universidad.
A partir de ahí llegaría el hallazgo de aquel cartel en las paredes de la Facultad de Periodismo en el que se anunciaban “clases de ruso gratis”; aquel primer profesor que había aprendido la lengua en la Sorbona y que odiaba a los chechenos; el posterior interés por reforzar mis primeros conocimientos del cirílico en el Instituto de Idiomas con una docente que había sido “niña de Rusia” ; mis inolvidables tres semanas como estudiante en Moscú y los choques brutales de cultura con los que me di de narices al asistir pasmada a descarados signos de corrupción de las instituciones públicas moscovitas. No creo que olvide nunca aquella carrera hasta la extenuación huyendo de laMilitzia (Policía), porque nos iba a pedir 300 rublos para resolver supuestamente el entuerto en el que nos habíamos metido al no validar por ignorancia o despiste el billete del trolebús en el que nos habíamos subido (y no se trataba de una multa).
Y claro, cuando una ve hasta qué punto ha llegado la falta de libertad en Rusia; qué cuestionada democracia tienen allí -no hablemos de la nuestra que igual salimos trasquilados-; qué poder autoritario ejerce un presidente que ganó entre denuncias de fraude unas elecciones tras un burdo intercambio de puestos con Dmitri Medvedev; o cuán difícil es ejercer alguna de las libertades básicas como la de informar, comprendo que no tengo argumentos para defender mi interés por ese país. Entonces todo lo reduzco a una lengua maravillosa, complicadísima, que me trae por el camino de la amargura porque avanzo y retrocedo casi con la misma facilidad. Una lengua que hablan al menos 250 millones de potenciales turistas en Canarias, pero cuyo Gobierno autonómico, a través de las Escuelas Oficiales de Idiomas, ha decidido cortar en seco su enseñanza, dejando a sus estudiantes a mitad de formación.
No me gustan muchas de las cosas que pasan en Rusia, pero seguro que en calidad educativa y puesta en valor de los idiomas nos dan tres mil vueltas. Mientras tanto, a mí sigue dándome por ‘lo ruso’.