Jamás en todos mis años viviendo en esa mansión había reparado en la asombrosa belleza de aquella estatua renacentista que se alzaba en el jardín, justo en frente de mi ventana. De pequeña solía corretear por los jardines, entre los árboles. Rasgaba mis vestidos con los arbustos, inventaba amigos con los que jugaba al escondite horas y horas, aunque en realidad, siempre estaba sola.
Y a pesar de todas las horas que había pasado en el jardín, nunca me había fijado en esa estatua como ahora.
Es especial, tan bella, tan real… tiene algo que me inquieta. Sus ojos, tan reales que me da la impresión de que me miran. Sus facciones, tan bellas, tan inverosímiles, tan inhumanas, mirando hacia mi ventana en todo momento.
Me gustaría poder decir que es algo pasajero, pero no, tengo miedo, esa estatua me inquieta. He de cerrar las cortinas cada noche porque no puedo soportar su presencia, solo saber que está ahí hace que mis noches sean eternas sin poder dormir y cuando por fin consigo conciliar el sueño, que éste se llene de pesadillas. Y al levantarme y descorrer la cortina la mañana siguiente puedo sentir su sonrisa burlona. Y ahí está de nuevo, mirándome.
Porque me mira, estoy completamente segura.