Quizás fueron los años y el terrible descubrimiento de que Peter Pan se equivocaba, o quizás el humo de los coches que se afanan por atraparnos cada vez que pisamos la calle. También pudo ser la universidad y la terrible didáctica de escupir la memoria sobre una hoja en blanco sin aprender nunca la lección. Aunque puede que la culpa sea en realidad de la distancia, de los kilómetros de olas entre nosotros y ese olor a sal que nunca desaparece del todo.
En cualquier caso me olvidé y ahora por más que lo intento no me sale. Echo de menos la ironía desde aquella noche de sábado que salió huyendo de la calle Princesa, a buscar un mendigo con el que malvivir en su banco. Echo de menos la certeza que me dijo que vendría una primavera, y al otoño del año siguiente me prometió que puede que no lo hiciera, aunque quizás sí. Echo de menos el sístole y la diástole de una operación de amor a corazón abierto. Echo de menos vomitar palabras que eran capaces de formar sopas de letras y cuentos para niña mayores.
Y repetir y repetir y repetir y repetir como recurso literario de que la pensaba de domingos a miércoles, de 10 de la mañana a 10 de la noche. Escribir para cambiar el mundo o simplemente para hacerlo bonito, pero palabra tras palabra con la valentía de que era lo justo y sobre todo lo necesario. Me olvidé de escribir porque un día ya no me hizo falta, porque se cumplieron todas las predicciones y el verano se convirtió en costumbre. ¡Qué pena que la lluvia no embarrase mis rutinas!
Qué bien que se avisten nubes negras, que el invierno se acerque y los folios se tornen en sepia. Porque mañana retomaré la pluma de ganso y sobre ella empezaré desde el principio, apretando tan fuerte que las vocales derramen sangre y sus oídos al fin comprendan que estoy gritando de nuevo.