En Los Molinos, en septiembre, los pájaros cantan distinto. No sé qué pájaros son ni a qué obedece ese canto pero llevo escuchándolo cuarenta y seis años. Cada año, la tarde en que lo escucho por primera vez al final del verano, vuelvo a tener ocho años y estar en casa de mis abuelos a la hora de la merienda. Cuando tienes ocho años todo es eterno, todo es para siempre: tus padres, tus abuelos, tu casa, tu colegio, tus rutinas. Todo es inmutable y de fiar. No te planteas que nada cambie y si lo piensas de refilón crees que los cambios se ven venir, que son algo que se puede predecir. Cambiaras de curso, de ropa cuando llegue el invierno, te crecerán los pies, te harás mayor, te dejarán salir sola con la bici, comer dos huevos fritos. La vida es rutina y solo de vez en cuando, muy de vez en cuando, aparece algún cambio completamente predecible y que siempre es a mejor. Pasas de pantalla.
Más adelante llega un momento en tu vida en que quieres, necesitas que todo cambie. Toda tu energía se invierte en buscar el cambio. Quieres acabar de estudiar, tener un trabajo, irte de casa, cambiar de ciudad, de pareja, de trabajo, de estilo de vida. Quieres hijos, quieres que crezcan, que anden, que corran, que hablen. Quieres amigos nuevos, ropa diferente, un color de pelo inesperado, un perro, un gato, una sardina. Lo que sea, uno busca el cambio, lo anhela con ansia porque por las razones que sea, quedarse como está se ha convertido en "conformarse". Conformarse es una palabra con malísima fama cuando tienes entre veinte y cuarenta años. Uno no se puede quedar siempre en el mismo nivel del juego, hay que perseguir el cambio para llegar a la pantalla final, al premio gordo.
Ultimamente pienso que yo ahora estoy en la etapa del juego en la que lo que busco es que me dejen sacar la carta de "me planto" combinada con un "pies quietos".
Me planto, me quedo como estoy, ¿es todo perfecto? No, pero mira esto lo tengo controlado. Mi familia, mis amigos, mis hijas, mis relaciones, mi trabajo, mis aficiones, los lugares que conozco me conocen a mí y a los que son nuevos voy de visita. Quiero que todo siga igual, no tengo grandes ambiciones, no quiero ser califa en lugar de califa. ¿Podría tener mejoras? Sí pero no quiero correr riesgos. Mejora es sinónimo de cambio y si algo aprendes pasado los cuarenta es que los cambios los carga el diablo. Quizás algo se torcería, quizás algo se destabilizaría y esa pérdida de equilibrio empezaría a resquebrajar todo lo demás y, en breve, me vería achicando agua de mi vida por las razones que sean. No.
Sé que nada es para siempre pero, como Xoel, no quiero pensarlo. Ahora mismo saber que nada es para siempre son mis monstruos bajo mi cama, Frankestein, el hombre del saco o el sacamantecas. Me da pánico pensar que en cualquier momento algo, la muerte, a quién quiero engañar sin decirlo, puede ocurrir y eso desencadenará un maremoto de cambios que no quiero manejar. Sé que las situaciones se terminan, que los amores se abandonan, que los hijos crecen, que los amigos mueren, que las casas se venden, que puedo morir esta noche pero no quiero pensarlo. Quiero quedarme en lo que parece durar siempre, en el sonido de los pájaros en Los Molinos en las tardes de septiembre, cuando tenía ocho años y me daba más miedo la bronca de mi madre por romper unas zapatillas que cualquier cambio.