Mi casa es lo que, objetivamente, podría llamarse pequeña, tirando a mediana, teniendo en cuenta que se levanta en un edificio en una ciudad cercana a Barcelona. Para mí es suficiente porque está repensada a mi medida: ni me canso yendo de una punta a otra ni tengo la sensación de dar una vuelta sobre mi eje cuando voy a buscar un vaso de agua a la cocina. A la medida, como un guante, encaja en mis necesidades, mis expectativas. En ella, cada cosa tiene su lugar y hay un lugar para cada cosa, aunque mi tendencia al desorden programado provoque que no siempre coincidan. Ahora, me doy cuenta de que me la están levantando. No sé si estoy siendo la última en darme cuenta, en quererlo y ahora sea demasiado tarde para recuperarla. Pero aún tengo esperanza, que es lo penúltimo que se pierde, justo antes del respeto por uno mismo. Y cuando digo que me la están levantando no es en sentido literal. Ahí sigue, 100% de mi propiedad según el borrador de la declaración de Hacienda, que va a misa y con el palo dando. Tampoco ningún banco me la reclama. Pero mi casa no acaba en las paredes que la delimitan: es también mis amigos, mis vecinos, mi familia, los conocidos que me cruzo por la calle cuando voy a comprar y a los que doy la tanda en la frutería o miro disimuladamente en la sala de espera del médico de cabecera. Solo que a uno de ellos le violenten, le apliquen el yugo de la reforma laboral para echarle a la calle, que le engañen refinanciando su préstamo impagado después de haber agotado sus ahorros, que le digan que no hace falta que lea la letra pequeña porque es puro formulismo; solo que a uno de sus hijos le falte una comida en condiciones al día, que vayan justitos después de trabajar toda la vida, que les recorten la educación, la sanidad, el futuro… Solo que a uno le digan que vuelva mañana y le intimiden con amenazas, entran a mano armada en mi casa. Y cuando yo voy a las puertas de la suya, y protesto con pancartas y me desgañito para que mi voz traspase el doble vidrio de sus ventanas, lo llaman acoso, amenazas y coacciones. No les gusta llamar a las cosas por su nombre y no lo quieren llamar escrache porque éste está contemplado por la jurisprudencia internacional y el Tribunal Constitucional. Y violencia, extrema, gota malaya, es lo que hacen ellos, que salir a la calle es solo, que no es poco, defender mi casa de su miopía, de su egoísmo e ignorancia y malas intenciones, de sus abusos consentidos, de su maltrato físico y psicológico, de ese soplido de lobo feroz que cada día intenta derribar esta casa mía que desborda sus límites y que siempre está en construcción, viva, palpitando, temblando ahí fuera. Y no cedo ni un centímetro de soberanía de esta casa, la de todos.