Siempre fui enamoradizo, pero patoso: no sabía cómo cortejar a una chica. Ni me atrevía a mirarla por timidez, vergüenza y desconfianza. Esperaba que ella sintiera por mí la misma atracción que yo sentía por ella. Confiaba en el amor telepático. Cuando me descubrí adulto, tampoco había decidido lo que en realidad me gustaba, sino que había estudiado lo que permitieron mis propias capacidades intelectuales y las posibilidades e indicaciones de mis padres. De ello me dí cuenta muy tarde, cuando ejercía una profesión que ni me llenaba ni satisfacía, pero me daba de comer. Nunca quise sobresalir ni destacar entre los compañeros y amigos, prefería la compañía de libros y revistas de temática siempre alejada de cualquier beneficio práctico. La lectura más útil que he tenido ha sido la de periódicos: el conocimiento de la actualidad me permitía mantener alguna conversación.
Me aburrían las novelas pero el ensayo me entretenía, incluso cuando costaba comprender lo que leía. Las quimeras –políticas, filosóficas, morales- llenaron mi casa de libros y la vaciaron de vecinos, que no entendían mi aversión al fútbol y a las aglomeraciones. La música, en cambio, me embriagaba, aunque nunca supe cantar. Mis grandes ídolos son o músicos o lunáticos, incomprendidos en su tiempo y reconocidos cuando ya nada les importa ni reporta ninguna ganancia.
Como Baudelaire, desprecio el comercio y desdeño la obsesión por el acaparamiento material. Tiendo hacia lo inútil porque anhelo lo que no se puede comprar: el conocimiento. Y, desde la más absoluta ignorancia, procuro comprender el arte, aún sabiendo lo que opinaba Ionesco: “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte”. Me reconozco, pues, completamente inútil y sentirme extraño en este tiempo y este mundo. Pero no lo deploro.