Mejillones, patatas fritas y waffles

Por Maletas@sinrumbo

Antes de viajar a Bruselas, todo el mundo me hablaba de la fama del chocolate belga, así que a la hora de hacer la maleta, dejé hueco para traerme algunas cajas de bombones. Lo que se les olvidó decirme era que Bélgica tenía otro plato estrella en su gastronomía: los mejillones con patatas fritas. Deliciosos.

Podríamos decir que son como el ‘Fish and chips’ británico, sólo que con mejillones. Mi primer contacto con este plato fue en Chez Leon. Este restaurante está situado muy cerca de la bella Grand-Place, visita obligada para cualquier visitante. Allí se encuentran dos joyas arquitectónicas: la Casa del Rey, que hoy alberga el museo de la ciudad; y el Ayuntamiento, un edificio gótico que se remonta a épocas medievales y que sirvió de modelo para la construcción del Rathaus de Viena, otro de mis edificios favoritos.

Cruzo la puerta de Chez Leon y me encuentro con un acogedor restaurante de madera que me recibe con manteles de cuadros verdes. Aunque en la carta hay de todo (pdf), sería un pecado salir de aquí sin probar sus famosos mejillones. Al estilo provenzal, marinados, gratinados, a la plancha, a las finas hierbas… ¡nunca había visto tantas formas de cocinar estos moluscos! Hasta 14 variedades de ‘moules se preparan en la cocina de Paul Vanlancker, el chef y tataranieto del creador de Chez Leon en 1893. Al final me decido por los moules à la crème, cocinados con nata.

El camarero aparece con una cazuela negra llenas de mejillones y un pequeño cuenco de patatas fritas para acompañar. Puedes repetir patatas hasta hartarte. Sólo pagas la primera ración. Esta forma de servir los mejillones es tan típica, que incluso las tiendas de souvenirs venden estos recipientes, cuya tapa sirve para dejar la concha de los moluscos. Para beber, me pido la popular cerveza Grimbergen. El postre lo dejo para más tarde…

Lo mejor de Chez Leon es su ubicación. Está muy céntrico y se encuentra a pocos metros de la réplica femenina del Manneken Pis: la Jeanneken Pis. Sólo hay que caminar un poco para ver a esta pequeña estatua de una niña agachada. Es mucho menos conocida que su ‘hermano’, situado en una estrecha callejuela al otro lado de la Grand Place. Si quieres verlo también, basta seguir la aglomeración de gente para descubrir su exacta ubicación. No te esperes una gran estatua. Sólo mide 50 centímetros.

De todas las leyendas que dan origen a esta escultura de bronce, mi favorita es la que habla de Juliaanske, un pequeño que salvó la ciudad cuando apagó con su orina una mecha explosiva que amenazaba con destruir la ciudad en el siglo XIV. Recomiendo llegar hasta aquí después de comer. La razón es porque a tan sólo unos pasos del 'niño meón', un pequeño puesto de waffles (o gofres belgas) llenos de nata, chocolate y frutas se convierte en una atracción fatal para cualquier goloso. El postre perfecto.