Kevin Dooley @ Flickr.com
Señoras, señores, soy aerofóbico. Por épocas más y por épocas menos, pero lo soy.
Y no es algo reciente, qué va. Ya una vez, cuando tenía diez años, dejé a mi madre plantada en el aeropuerto porque me dio mal rollo el color de las nubes. Figúrense el disgusto de la pobre mujer al tener que dejar al churumbel por detrás.
Para un tipo cuyo primer vicio es viajar, esto es un drama considerable. Orfidal mediante, he conseguido llegar hasta Nueva Zelanda, así que tengo en gran estima a la química. Y fueron tres semanas maravillosas, pero creo que pasé menos tiempo en las antípodas que sufriendo, a la ida y a la vuelta, por la perspectiva de encadenar dos vuelos de doce horas.
Ayer me contó un amigo que con la Dormidina cae fulminado. Y creo que fue la mejor noticia de la semana. Ahora me muero de ganas de probarla, pero teniendo en cuenta que el ensayo sería con un vuelo largo no sé si me compensa.
A mi gente le cuento una verdad a medias: que sentado no puedo dormir. Pero claro, les oculto que tampoco es fácil con la cantidad de cosas horribles que se me pasan por la cabeza: motores que explotan, alas que se parten y otros aviones que vienen hacia mi ventana a toda pastilla y en claro rumbo de colisión.
Aunque de todas mis muertes anticipadas, el peor detalle no es el queroseno en llamas, sino la música de aterrizaje. Imaginen tener que ir al encuentro del Hacedor mientras suena una versión para mandolina y maracas de los Bee Gees. Terrible.