Resulta sorprendente que dos de los mejores directores actuales, con unos universos personales tan diametralmente opuestos, Terence Mallick y Lars Von Trier, hayan coincidido en la edición 2011 del Festival de Cannes tratando el mismo tema: la cosmología del universo, y por tanto de la vida, ya sea en su origen o en su final.
La diferencia es que Mallick, si bien presentando un proyecto (El árbol de la vida se inició por los años 70) que no ha sabido concluir, no le ha impedido llevarse el máximo galardón del Festival y, por el contrario, Von Trier con su obra, redonda y exquisita, se ha visto negado la recompensa que merecía, sencilla y llanamente, por bocazas.
Hay travesuras del director que me apasionan, asistir a Cannes en camping-car me parece una idea genial. Otras salidas de tono, como lo haría el alumno más brillante de la clase para llamar la atención, en temas delicados que merecen un mínimo respeto se merece lo que ha recibido, otro galardón no incluido inicialmente en la lista, el de persona non grata del Festival, y me recuerdan demasiado una de sus películas, Los idiotas (1998). A pesar de ello, estas actitudes no impiden reconocer el virtuosismo del realizador. Dejemos al hombre contra la pared hasta que se le pase la rabieta y centrémonos en el artista.
Demos las gracias, en primer lugar, a la persona inspiradora del film. Que no es otra sino Penélope Cruz. Ambos tenían como proyecto rodar juntos, y en un intercambio de cartas, la actriz le propuso la obra de Las criadas de Jean Genet (excelentísima idea) que la mente calenturienta del director transformó en esta joya visual.
Con un prólogo inmenso y pletórico de belleza y dos capítulos, la película narra las trayectorias de dos hermanas y un planeta llamado Melancholia. Charlotte Gainsbourg y Kirsten Dunst (premio a la mejor actriz Cannes 2011) representan las dos caras de la moneda, la esperanza en el futuro y la certidumbre de la sola existencia del pasado.
Lars Von Trier es el autor que mejor ha sabido expresar el fin de este período histórico que estamos viviendo, y la angustia, inquietud y tristeza que esta situación crea en muchos de nosotros. Y frente a ello lo único que nos puede salvar es una cabaña construida por tres tristes palos y un alambre en forma de círculo para medir la desgracia.
Las primeras imágenes, a ritmo de Tristán e Isolda de Wagner, de un profundo y sentido romanticismo no pueden ilustrar mejor la dificultad que, en ocasiones, sentimos al intentar dar un paso adelante, los miles de problemas que nos impiden avanzar y parecen echar raíces o la súbita e irrefrenable ansía de dejarnos llevar por una corriente que dé a parar al mar. Viéndola recordé a nuestro mejor romántico, Gustavo Adolfo Bécquer, y los últimos versos de la rima XXIII de su Libro de los Gorriones:
¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?
¡Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros,
lo que sé es que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco!
Puede que la película no nos ayude a conocernos pero siempre nos quedará la esperanza de que “Melancolía pase rozándonos. Solamente”.