La infancia chilena
<div “=””> 02-01-2014 | Alejandra Costamagna, Diego Zuñiga, Nona Fernández
Una lectura de Había una vez un pájaro, de Alejandra Costamagna, y de Space invaders, de Nona Fernández.
Por Diego Zuñiga.
Hay lectores que pueden creer en esa idea. Uno lo ha hecho más de una vez: lees una primera novela que resulta ser una sorpresa, y luego esperas más y más, pero en el fondo aquella esperanza no tiene ninguna justificación: el ejercicio literario es un trabajo impredecible y hay que aprender eso, aunque como lectores nos cueste. Por eso insistimos. Por eso leemos a los contemporáneos: porque esperamos que nos sorprendan, porque en ese gesto, como lectores, tomamos un riesgo real y, de pronto, recibimos una recompensa. A veces –pocas veces- tenemos la suerte de ver cómo un autor evoluciona, cómo descubre nuevas lecturas y experiencias y las incorpora a su escritura, cómo va buscando hasta encontrar nuevos tonos, nuevas formas.
Lo que quiero decir es esto: que este 2013, las escritoras chilenas Alejandra Costamagna y Nona Fernández han publicado dos libros pequeños, pero que muestran cómo su escritura ha alcanzado puntos absolutamente reconocibles: Había una vez un pájaro (Cuneta) y Space Invaders (Alquimia), respectivamente.
Lo que quiero decir es que Costamagna y Fernández vienen publicando libros desde hace ya varios años –más de una década– y que como lectores hemos tenido la suerte de ver sus búsquedas hasta llegar aquí, a los últimos libros en los que sus obsesiones han encontrado las formas precisas, las palabras, los tonos, el fraseo.
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Dicen que Onetti se refirió pocas veces a su infancia, pero hay una frase de él que encierra, creo yo, una imagen contundente sobre la imposibilidad de escribir esos años, esa época, esa vida: “Decir la infancia implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños”.
Si Onetti hablaba de la infancia como un sueño, Fernández ha elegido de epígrafe para su novela una frase de Georges Perec que está, sin duda, emparentada con aquella mirada del uruguayo y que nos sirve para entender la atmósfera no sólo de este relato, sino también de los de Costamagna: “Estoy sometido a este sueño: sé que no es más que un sueño, pero no puedo escapar de él”.
De eso hablan estos libros: de la imposibilidad de escapar de la infancia, de esos recuerdos que nos configuran aunque a veces nos queramos hacer los tontos.
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Había una vez un pájaro: tres cuentos –“Nadie nunca se acostumbra”, “Agujas de reloj”, “Había una vez un pájaro”– y tres niñas vinculadas estrechamente a sus padres –no así a sus madres-: un viaje en citroneta desde Santiago hasta Argentina, cruzando esa cordillera que separa no sólo dos países, sino que una historia familiar; una hija enamorada de su padre y una madre difusa; y otra hija que no entiende mucho, pero que se atreve a narrar la historia de su padre, detenido en dictadura.
De fondo, el relato político que se narra de soslayo: la cotidianeidad de una violencia que se expresa en pequeñas pero contundentes imágenes: “Mi madre me abraza fuerte, culposa, y yo pregunto qué pasa. Pero ella dice que no estamos en edad de entender, que paciencia, que algún día nos van a explicar todo”.
Hay algo terrible en esas palabras: Costamagna las escribió originalmente en 1996, cuando publicó En voz baja, su primera novela y que decidió reescribir ahora para este libro –un proceso de reescritura que terminó convirtiendo esa novela en un cuento de 40 páginas, que le da el título al libro–. Pero lo terrible es que aquella sentencia de la madre es, de alguna forma, la idea que prevaleció en la década de los 90 en Chile: no estamos preparados para entender ni para juzgar, es la época de los acuerdos en la medida de lo posible, la transición. Esa madre es la voz horrible de una época y Costamagna supo escucharla antes que todos, porque ése es otro de los méritos de su escritura: hoy, cuando algunos críticos y lectores “suspicaces” plantean que está de moda escribir sobre la infancia, es bueno recordarles que En voz baja es de 1996. Muchos años antes de todo esto. Pero que ahora, además, Costamagna le ha agregado un valor incuestionable: la capacidad de contener la voz de esa niña que narra la vida separada de su padre y las visitas que hace a la cárcel, pero sin entender bien qué pasa. En esta versión, Costamagna baja el tono realmente, lo que le agrega emotividad y contundencia.
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Space Invaders: una novela breve acerca de un grupo de escolares en plena década de los 80, una voz indefinida que nos advierte, desde el comienzo: “No hay manera de ponerse de acuerdo porque en los sueños, lo mismo que en los recuerdos, no puede ni debe haber consenso posible”.
Esa arbitrariedad de la memoria es la que prevalece en esta novela y también en los relatos de Costamagna: ninguna quiere ser la voz oficial del pasado, pues entienden que eso no tiene sentido. Lo que importa es esa imposibilidad del consenso, la voluntad por reconstruir esa infancia –esos sueños– a partir de lo que está ahí, simplemente. En este caso, una memoria escolar que está fundada en una historia real: un carabinero que degolló, junto a otros compañeros, a tres militantes comunistas en 1985. Pero Fernández decide no narrar esta crónica, no, esquiva el relato de no ficción, creo que por dos motivos: primero, porque ya contó esa historia en un texto publicado en Volver a los 17 (Planeta, 2013), una antología de no ficción en la que se reunió a 14 escritores chilenos que vivieron su infancia en dictadura y se les pidió que contaran esa experiencia. El texto de Nona Fernández es, sin duda, uno de los mejores: un relato vertiginoso e intenso en el que cuenta la historia de Estrella González, hija de uno de los carabineros culpables en el “Caso degollados”. Fernández fue compañera de colegio de ella y narra ese tiempo, la infancia compartida, la adolescencia, el día en que se supo del caso y cómo nunca volvió a ver a Estrella.
Sin embargo, creo que el motivo más importante por el que Fernández evita esta crónica en Space Invaders es porque, justamente, es alguien que cree, por sobre todo, en la ficción, en cómo el lenguaje puede cambiarlo todo y ser, quizá, la única herramienta para transmitir una realidad que a veces se difumina con demasiada rapidez. Aquí, en la novela, Fernández se da el lujo de confundirlo todo, de armar una voz generacional que va relatando la historia de esta niña, pero sin narrar la crónica policial. Lo que importa es la atmósfera enrarecida de la memoria: cómo un grupo de niños va perdiendo la inocencia –uno de los mejores capítulos es ése en el que todos se encierran en una sala, a oscuras, y se tocan y se descubren, haciendo una alusión al poema “La pieza oscura”, de Enrique Lihn-, mientras un país se despierta de la dictadura: las protestas, los secretos, los atentados, la violencia doméstica y, por sobre todo, la certeza de que la memoria es algo casi siempre inesperado: “No sabemos si esto es un sueño o un recuerdo. A ratos creemos que es un recuerdo que se nos mete en los sueños, una escena que se escapa de la memoria de alguno y se esconde entre las sábanas sucias de todos”.
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Lo último: si Fernández elegía un epígrafe de Perec que denota, creo, un giro en sus lecturas y en su escritura –hay una prosa más vertiginosa pero menos experimental, mucho más centrada en las acciones e imágenes–, Costamagna hace lo propio con el epígrafe que elige para el relato que le da título al libro, una frase de Clarice Lispector que dice: “Había una vez un pájaro, Dios mío”.
En esa pequeña frase que Lispector anotó en una crónica hay encerrada toda una poética: la imposibilidad de contar una historia como todo el mundo espera, la desconfianza en ese comienzo tan común y simple, la sospecha sobre aquellos que piensan que la literatura sólo se trata de contar una historia.
Hay, en los libros de Costamagna y Fernández, una desconfianza en el lenguaje que se traduce en una escritura que se cuestiona y que ensaya, por sobre todas las cosas: la búsqueda de tonos distintos, la certeza de que hay que escribir en contra de la comodidad.