Memorias alcohólicas, Jack London

Publicado el 15 enero 2013 por Manigna

Título original : John Barleycorn Primera edición : 1913 Presente edición : Ediciones 29, Libros Rio Nuevo, 1984 Traducción : Jacinto León Ignacio Todos en algún momento hemos conocido a John Barleycorn. Y probablemente en el futuro él se sentará nuevamente a nuestro lado, nos animará, nos dará valor a hacer lo que quizá no deberíamos, se reirá con nosotros, quizá también llore, será nuestro confidente y siempre llenará nuestros vasos, aunque juremos que nunca más libaremos de aquella manera, en el fondo sabemos que en un futuro él nuevamente vendrá y aceptaremos su compañía e invitación a dejarnos envolver por el influjo del alcohol. En esta obra escrita tres años antes de su muerte Jack London(1876 – 1916) nos invita a conocer buena parte de su propia vida, cómo a pesar de no gustar del sabor de la cerveza y menos aún del whisky se va envolviendo con diferentes grupos de personas y en situaciones en las que se ve obligado por las circunstancias a beber, imitando a tipos maduros y curtidos cuando él recién salía de la adolescencia. En ningún momento intenta sermonear acerca de los problemas que trae el alcoholismo, solamente nos narra –y de qué manera, muy cruda y muchas veces muy divertida- las peripecias en las que se metía y lo que realmente pasaba por su cabeza aunque por fuera todos lo vieran como un tipo aguerrido a pesar de su corta edad. Nos describe las interminables resacas, los juramentos de no volver a emborracharse, las grandes fases con el cuerpo limpio de alcohol, y las inevitables recaídas, en donde siempre estaba él esperando pacientemente, John Barleycorn. Conocemos los durísimos oficios y trabajos a los que se enrolaba, cómo lo explotaban, su vida aventurera y gitana, y cómo se las ingeniaba -en medio de todo eso- para leer todo lo que podía, cuando podía, y también escribir sus relatos, y mandarlos a las diversas revistas y diarios aunque por ello recibiese muy poco y generalmente atrasado. John es quizá el nombre más común, y Barleycorn hace mención a los dos productos usados para elaborar el whisky y la cerveza: la cebada y el trigo/maíz. Así es llamado el personaje que estará al lado de cualquiera previa a una borrachera. No es un invento de London, esta leyenda ya existía y era usada por las diversas sociedades de temperancia –asociaciones voluntarias de personas unidas con un mismo fin- para denominar el demonio del alcohol. 

London ejerció como marinero, descargador de muelles, buscador de oro en Alaska, fogonero, obrero en una fábrica de yute, pescador en los diversos mares, con vivencias en cada puerto que le sirvieron de inspiración para muchas de sus historias –aunque haya tenido también muchas denuncias de plagio en su contra- pero sobre todo escritor, y no sé si todo pero gran parte de su vida está narrado aquí donde él y John Barleycorn son los principales personajes de esta historia. Llama la atención que hacia el capítulo 23, poco más de la mitad del libro London ya haya vivido y sufrido tanto, y aún no pasaba los diecinueve años, pero hasta en las partes más crudas el autor nos las da a conocer con un fino humor, como riéndose de sí mismo. También esa imagen de duro y curtido por la vida cambia radicalmente cuando empieza a intentar a relacionarse con chicas de su edad, su timidez y ansiedad afloran y nos hace testigos de sus más sinceras ingenuidades. Las descripciones de sus estados anímicos son apabullantes, sus puntos de vista desde la embriaguez escarapelan la piel, y sobretodo el análisis que consigue hacer de su enemigo íntimo, entendiendo finalmente su proceder, sus acciones. Así también las descripciones de dos momentos que podrían pasar desatentos en cualquier historia pero no en ésta de London: cuando no había dinero para la compra de licor y el crédito había pasado el límite, John Barleycorn se manifestaba de manera inusitada mediante alguna oportunidad única: “la compra” de gente para llenar mítines, llevándolos en vagones de trenes abarrotados por parte de los políticos de turno a cambio de licor en cantidades industriales, esto hacía al autor enarbolar alguna bandera para así poder saciar su vicio. También, las descripciones amorosas hacia aquel objeto de deseo que añoraba desde muy joven: una máquina de escribir. Conocemos todo el sacrificio que hacía para poder estar delante de una y pasar a limpio sus sucios y arrugados manuscritos. Esta obra cumple en este 2013 nada menos que cien años de su publicación por primera vez. Es quizá una de las obras menos conocidas –editadas, en nuestro idioma- del autor, pero que al igual que sus obras más famosas engancha desde un inicio develando gran parte de todo ese halo de misterio que envuelve la vida de este aventurero y gran escritor que era Jack London.
A bordo del Sophie Sutherland no había nada que beber y navegamos durante cincuenta y cinco días, aprovechando el viento, hacia las Islas Bonin. Se había elegido ese archipiélago que pertenecía al Japón como punto de reunión para las flotas canadienses y americanas de cazadores de focas. Llenábamos los depósitos de agua y hacíamos las reparaciones antes de iniciar los cien días de persecución de las manadas de focas a lo largo de las costas septentrionales del Japón hasta el mar de Behring. 
Los primeros cincuenta y cinco días de navegación y sobriedad me habían dejado en excelentes condiciones. Eliminé todo el alcohol y desde el momento en que se inició el viaje no tuve el menor deseo de beber. Dudo que ni siquiera llegase a pensarlo. Con frecuencia, naturalmente, la conversación en el castillo de proa versaba en el alcohol y los hombres referían sus borracheras más interesantes o más divertidas, que recordaban con mayor aprecio que todos los demás incidentes de su vida aventurera. 
El más viejo de los marineros era Louis, gordo y cincuentón. Se trataba de un capitán degradado. John Barleycorn le había destrozado, e intentaba rehacer su carrera donde la comenzara, en el castillo de proa. Su caso me causó una profunda impresión. John Barleycorn causaba otras desgracias además de matar. No mató a Louis. Le hizo algo peor. Le había robado su autoridad, el grado alcanzado y sus comodidades, humillando su orgullo y condenándole a las penalidades del simple marinero que iban a durar tanto como su vida, lo que prometía ser mucho tiempo. 
Cruzamos el Pacífico, hasta atisbar los picos volcánicos, cubiertos de selva, de las Islas Bonin, navegamos por entre los arrecifes de las bien protegidas caletas y soltamos el ancla al reunirnos con una docena o más de vagabundos del mar como nosotros. El aroma de una vegetación tropical nos llegaba desde la costa. Los aborígenes, en extrañas canoas, y japoneses con pintorescos “sampans” se acercaban a nuestro buque para subir a bordo. Era mi primera visita a una tierra extraña. Había llegado al otro extremo del mundo y podría ver todas las cosas acerca de las que tanto había leído. Estaba ansioso por bajar a tierra. 
Fragmento del capítulo 16, pág 109 y 110.