Mendel el de los libros, de Stefan Zweig

Publicado el 20 enero 2012 por Goizeder Lamariano Martín
Título: Mendel el de los libros Autor: Stefan Zweig Editorial: Acantilado Año de publicación: 2009Páginas: 57ISBN: 9788496834903
Este es mi segundo libro de Zweig después de La mujer y el paisaje. Tenía muchas ganas de leerlo gracias a las muchísimas reseñas positivas que había visto. Y por fin el 4 de enero pude cogerlo de la biblioteca. Al verlo en la estantería no me lo pensé dos veces y me lo llevé a casa. Es un autor muy solicitado y no suele ser fácil que sus libros estén disponibles.
Lo empecé a leer el 5 de enero y lo terminé al día siguiente, el 6 de enero, día de Reyes. Me duró dos mañanas, dos ratos, un suspiro. Me da pena haberlo devorado tan rápido, no haberlo disfrutado más, pero con 57 páginas y una prosa tan cercana, tan fluida, tan sencilla, me ha resultado imposible alargar más su lectura.
Stefan Zweig escribió este libro en 1929 y en él nos cuenta la historia de Jakob Mendel, un peculiar, tímido, introvertido, solitario y excéntrico librero de viejo que durante más de treinta años acude, cada día, desde primera hora de la mañana y hasta la noche, justo antes del cierre, al café Gluck de Viena. Allí se sienta siempre en la misma mesa y consume dos cafés y unos pocos bollos de pan. Pero sobre todo trabaja. Lee, escribe, estudia.
Es un experto en libros, en fechas y lugares de publicación, en editores, en autores, en géneros. Es como una biblioteca andante. Una autoridad, una eminencia. Al menos para sus clientes, que lo respetan, lo admiran y le piden ayuda y consejo. Los libros son todo su mundo, toda su vida, su única familia, su única pasión. Lo son todo para él.
Porque para Mendel no existe nada más. No existen los periódicos, el resto de los clientes, los camareros, la calle. No existe el mundo. Ni siquiera la Primera Guerra Mundial. Pero él sí existe para los demás. Aunque Mendel viva en la ignorancia, en su mundo de letras, en su burbuja de tinta. Pero aunque él no sea consciente, deja rastros.
Como las dos postales que envía a Francia y a Inglaterra, dos países enemigos de Austria. Él no es consciente, no lo sabe, no ha hecho nada malo. Solo ha pedido unos catálogos y unos libros, ¿qué hay de malo en eso? Pero los guardias no opinan lo mismo.
Y, por si fuera poco, descubren que Mendel es un judío, de Galitzia, un inmigrante ruso que huyó de su país para no realizar el servicio militar. Y que a pesar de llevar muchos años en Austria nunca ha obtenido la nacionalidad austriaca. No tiene papeles, no tiene documentación, solo cuenta con un viejo carné de vendedor ambulante. Nunca había caído en la cuenta de que eso era necesario en el mundo real, porque en su mundo, el de los libros, nunca nadie le ha pedido ningún carné.
Pero es 1915 y Mendel es enviado a un campo de concentración acusado de colaborar con los enemigos del Imperio austrohúngaro. Una acusación injusta, triste, dura, cruel, irracional, inhumana. Una acusación, un destino, una vida que nos encoge el corazón, que nos atenaza el alma.
Porque no conocemos a Mendel, nunca lo hemos visto, solo lo conocemos por recuerdos, por anécdotas, por una historia que nos cuentan, pero nos la cuentan tan bien que Mendel es un amigo, un viejo amigo al que nos habría gustado conocer y, sobre todo, ayudar.
Lo mismo le ocurre a la señora Sporschil, la encargada de limpiar los baños del café Gluck, pero también de limpiarle el abrigo y coserle los botones al señor Mendel. Un hombre con el que no tiene nada en común. Ella no ha leído un libro en su vida, pero él es tan respetuoso, tan tímido, tan callado, tan culto, tan bueno, tan educado, que es imposible no admirarle y quererle. A pesar del tiempo, de la distancia, de la muerte.
A pesar de que Mendel ya no es el mismo desde su vuelta del campo de concentración. Le han quitado las ganas de vivir, de estudiar, de saber, de leer. Le han quitado la vida. Su mundo, su vida. Se lo han arrebatado todo. Le han condenado en vida. Y su hogar, el café Gluck, tampoco es el mismo. Todo ha cambiado, su mundo se ha desmoronado. Ya no tiene un hogar, un refugio.
Pero hay cosas que nunca cambian. Como el respeto y el apoyo del dueño del café y de la señora Sporschil. La nostalgia. El recuerdo. El cariño. Como el amor, la pasión por los libros, por la literatura, por la letra impresa. Porque hay cosas que ni las guerras, ni las injusticias, ni siquiera las peores pesadillas, los peores infiernos pueden borrar. Y eso lo sabemos muy bien todos los que conocemos a Mendel el de los libros.