Colillas desbordando el cenicero, dos copas de vino derribadas sobre la alfombra del comedor, ropa interior jalonando el camino hasta la cabecera de la cama. El comisario Segura estudia el dormitorio frotándose el mentón. Parecen restos de un naufragio tras una noche de batalla naval. Se acuclilla observando los dos cadáveres bajo la sábana arrugada. No toca nada.
—El juez Barena —le anuncian.
Segura saluda lacónico:
—Marido despechado.
Barena le estrecha la mano. Aparentemente un gesto formal entre amigos cuyas mujeres, María y Elena, se conocen. El juez le retiene la mano, mirándole fíjamente a los ojos, advirtiendo:
—Prefiero la venganza fría — sin despegar la mirada del comisario señala con la barbilla a los amantes—, sin sangre. Lentamente.
El índice de Barea sobre el pecho del comisario marca un silencio violento que el juez rompe al alejarse:
—Me olvidaba… Saludos de Elena…
Segura se queda un instante con la mano bobamente extendida, rígida. Se le ha quedado helada. El flash del fotógrafo forense atrapa un tic nervioso sacudiendo el labio inferior del comisario y su mano escondiéndose en un bolsillo. Ahí, dentro de la gabardina, hecha un puño, late temblorosa como un segundo corazón desbocado.
Texto: Mikel Aboitiz